La última vez que el Mallorca pasó por Segunda B, nunca mejor dicho, venía de su crisis más profunda. Una caída vertiginosa que rozó la desaparición, con la luz y el teléfono del Lluis Sitjar cortados por falta de pago, los jugadores sin cobrar, la Federación que no le permitía fichar debido a esta deuda con los futbolistas. José María Lafuente López, entre otros, convenció a Miquel Contestí de que se hiciera cargo de poner la nave a flote y a trancas y barrancas pudo incluso confeccionar un equipo que subió desde tercera división y contó en sus filas hasta con jóvenes de otros equipos que hacían la mili en Palma y con los que el coronel Fabiani, directivo a la sazón, hacía la vista gorda en cuanto a horarios y entrenamientos.
Conviene saberlo para que Maheta Molango deje de vender motos y quiera convencernos de que ser líder del grupo, eso sí, contundente e incontestablemente, es poco menos que una heroicidad. Ni el equipo ni el club vienen ahora de abajo, muy abajo, arriba, sino todo lo contrario. Lo que entonces era para conformarse e incluso celebrarlo, en la actualidad es simple resignación. No hay nada que festejar. Recuperar la segunda división, regresar a la Liga de Fútbol Profesional es una obligación una vez cumplida la cual hay que entonar el mea culpa y pedir perdón a los aficionados que aún quedan y al mallorquinismo latente.
Deploro sinceramente a quienes, a lomos del resultado, se sienten tan a gusto en la presente categoría. Nada de eso. Las circunstancias de hace 37 años y las del 2018 son muy diferentes. Radicalmente. Nada que ver.