Cuando somos niños, solemos tener una irrefrenable tendencia a jugar, a llorar, a dormir y a coger o a tocar con las manos todos los objetos que encontramos en la calle o que podemos llegar a encontrar tirados o abandonados en la vía pública, con el consiguiente peligro que ello puede conllevar para nuestra salud.
Por fortuna, desde tiempos casi inmemoriales nuestros abuelos y nuestros padres utilizan una breve y contundente frase de sólo dos palabras, extraordinariamente eficaz, para intentar evitar posibles daños o irreparables perjuicios cuando algo llama nuestra atención en cualquier acera, alcorque, parque o jardín.
«¡Nene, caca!» —o «¡Nena, caca!»—, nos dicen, y nosotros ya sabemos que bajo ningún concepto podemos tocar aquello que acabamos de ver, que no necesariamente tiene por qué ser un excremento canino, pues también puede ser un juguete roto, una bolsa sucia, un trozo de hierro o cualquier otra cosa de dudosa procedencia.
En mi caso personal también fue así, aunque cuando hoy recuerdo los años de mi infancia, estoy casi seguro de que esa admonición escatológica fue, con diferencia, la frase que más escuché desde que empecé a gatear hasta que cumplí los diez años, por lo que, o bien había entonces «cacas» por todas partes en Palma, o bien mis familiares más directos y cercanos exageraban tal vez un poco en la utilización de esa advertencia. Con ello no estoy descartando que, a lo mejor, se dieran también ambas circunstancias al mismo tiempo.
Casi medio siglo después, creo que casi todos podríamos estar de acuerdo en que la situación a la que hago hoy referencia en esta columna ha ido mejorando poco a poco.
Los dos primeros avances en ese sentido llegaron a principios del siglo XXI, con la organización de cursos de educación cívica para perros por parte del Ajuntament de Palma y con el acondicionamiento de espacios abiertos para que Pulgoso o Dino pudieran correr, rascarse la oreja o hacer pipí con total libertad.
Unos pocos años más tarde, se profundizó aún más en esa buena dirección, con la obligatoriedad de tener que recoger las deposiciones callejeras de nuestras mascotas o la instalación de sanecanes en diversos puntos de nuestra ciudad, con lo que, además, nos podíamos ahorrar una fortuna en bolsitas para excrementos cuando sacábamos a pasear a nuestro bulldog, nuestra collie o nuestro 'mil leches' —con perdón—.
Y así hemos llegado felizmente al momento actual, en que nunca salimos de casa sin varias bolsitas de plástico reciclable y una botellita biodegradable de agua reutilizada.
Ojalá ese nivel de civismo ciudadano se pudiera alcanzar también en muchos otros ámbitos en nuestro querido país, en donde tantas cosas nos parecen hoy una «caca». Y utilizo ahora este entrañable término infantil porque lo prefiero a otro más común, aunque bastante menos elegante, que rima literalmente con «pierda».