Reflexionando sobre el -para mí- sorprendente comportamiento de una parte muy significativa de la población, que no solo no quiere saber nada de las vacunas, sino que parece dispuesta a demoler la credibilidad del sistema de convivencia, he llegado a la conclusión de que, detrás de estas posturas, hay un fenómeno progresivo que venimos padeciendo en Occidente desde hace décadas. Se trata de la pérdida de valor del concepto de autoridad, y no en el sentido de poder, sino en el que proviene del término latino auctoritas, es decir, la cualidad que reconocemos en determinadas personas como consecuencia de sus conocimientos, de su experiencia vital o de su trayectoria profesional.
Yendo al embrión de este fenómeno, convendría que los que ya peinamos canas recordásemos cuándo comenzamos a percibir el descabalgue de los tratamientos personales que conllevaban el más elemental reconocimiento de autoridad, el que los llamados boomers y nuestros antecesores profesábamos hacia las personas mayores que nosotros por el solo hecho de serlo. En alguna generación posterior a la nuestra alguien decidió que la utilización del “usted” era una antigualla y que era perfectamente asumible tutear a todo quisqui, fuera un gañán, un sacerdote o un notario. Ni que decir tiene que esa moda supuso la desaparición simultánea del “don” y del “doña”, y, en nuestra tierra, de los tratamientos homólogos al “usted” en mallorquín, como el “vos” i el “vostè”.
Por ejemplo, uno acude hoy a una cafetería y el camarero se le dirige indefectiblemente en segunda persona del singular. Al principio, hace gracia, porque a los carcamales nos gusta pensar que somos aun jóvenes, pero el problema del “tú” es que acarrea una familiaridad muchas veces indeseada o excesiva. Una cosa es que te tutee el del bar de la esquina al que acudes cada día a sorber tu cortadito, y otra que vayas a cualquier local y el camarero te trate como si fueras su primo.
Los de menos de cuarenta años tampoco saben usar el término “señor” o “señora”. Hace ya unos años, una antigua secretaria me espetaba “ha llamado un hombre…”, ejemplo cristalino de la desaparición del tratamiento más básico que nosotros otorgamos a un desconocido al otro lado del hilo -o de las ondas hertzianas-, el de “señor”, aunque se trate de un cabrero o un lavaplatos.
Posteriormente, esta plaga se trasladó al ámbito académico. Los docentes consintieron e incluso alentaron que los alumnos les tuteasen y les llamasen por su nombre de pila. Inicialmente, eso solo pasaba con las “señoritas” -con perdón por el arcaísmo- de parvulitos o preescolar, hoy educación infantil, pero luego se fue extendiendo la moda y hoy campa a sus anchas incluso en aulas universitarias.
El problema de ese tuteo no es que suponga necesariamente una falta de respeto, sino que evidencia el escaso reconocimiento en nuestros profesores de su auctoritas, de su superioridad intelectual reconocida y fraguada a lo largo de años de estudio.
De ahí nacen, sin duda, los tristes episodios de padres enfrentados a los maestros de sus hijos, en ocasiones incluso de forma violenta. Hoy, cualquier patán se cree en posesión el derecho a replicar las indicaciones de los docentes, y así nos va.
De la docencia, la epidemia se extendió por el ámbito de la política -donde la auctoritas se ha perdido por completo, a fuerza de rebajar el nivel intelectual de los candidatos-, de la seguridad -los vídeos de policías agredidos por jaurías de delincuentes son estremecedores- y, naturalmente, de la sanidad, donde tampoco falta la violencia en demasiadas ocasiones.
Y ahí radica el problema. El imbécil más pintado piensa que aquella desinformación que obtiene de las redes y que parece confirmar sus obsesiones y complejos es, naturalmente, cierta, y que los médicos e investigadores del mundo entero conforman un rebaño homogéneo de sádicos dispuestos a matar de forma premeditada y concertada a miles de millones de personas con sus crueles experimentos. La conspiranoia triunfa porque una parte significativa de la población no distingue entre un mensaje de facebook y un estudio científico y, sin duda, alguien cree estar sacando ventaja de esta estulticia colectiva de quienes piensan que es lo mismo ser doctor en medicina que influencer.