Nos pasamos la vida peleándonos, discutiendo. Casi siempre por tonterías. Quejándonos. Pensando en nosotros mismos. Comparándonos con los demás. Juzgando. Deseando lo que nos falta sin reparar en lo que tenemos. Hablando mal de otros. La publicidad nos ofrece cosas que no necesitamos. El ambiente nos empuja a desear placeres materiales que a menudo nos hacen más mal que bien: dinero, poder, fama. Algunos, pocos, aún quieren gloria. Viajar, comer, beber, sexo. Y al final, ¿qué? ¿Cuál es tu objetivo en la vida? ¿Cuál es su sentido?
Pegado a la materia, la vida del hombre es como la de la cucaracha: nace, crece, se reproduce (cada vez menos) y muere. “Nuestra vida es como la hierba, que pronto se marchita; como las flores del campo: crecemos y florecemos, pero tan pronto sopla el viento, dejamos de existir y nadie vuelve a vernos” (Salmo 103).
Pero hete aquí que Dios se hizo hombre, más aún, ¡se hizo niño! En Belén, hace dos mil años. Pasó haciendo el bien, señalándonos el camino: no sólo amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, que eso ya lo decía el Antiguo Testamento, sino “amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 13, 34). ¿Y cómo nos amó Él? Infinitamente: se dejó torturar y matar por cada uno de nosotros.
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan, 15, 13). Jesús se olvidó absolutamente de sí mismo, y sólo quiso cumplir la voluntad del Padre, porque sabía perfectamente que Dios quiere lo mejor para nosotros, aunque a veces nos cueste entender lo que nos ofrece. “Yo soy el Señor tu Dios; yo te enseño lo que es para tu bien, yo te guío por el camino a seguir. ¡Ojalá hubieras atendido mis mandatos! Tu bienestar iría creciendo como un río, tu justicia sería como las olas del mar” (Isaías 48, 17).
Por su amor perfecto, Dios le resucitó y le abrió las puertas del cielo. “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos” (Lucas 20,27-40). Para Dios vivimos siempre. Porque Dios está al margen del tiempo, que Él mismo creó: “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pedro 3, 8). Dios es Señor de la historia: todo cuanto ocurre obedece a su plan: “Ved ahora que yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay dios. Yo hago morir y hago vivir. Yo hiero y yo sano, y no hay quien pueda escapar de mi poder” (Deuteronomio 32, 39).
Así que ésta es la Buena Noticia, el Evangelio: que Dios ha venido a salvarnos. Dios se ha hecho hombre para ayudarnos a hacer buen uso de nuestra libertad, porque “Dios nos hizo libres” (de qué me sonará esto), sabiendo que existía el riesgo de que abusáramos de esa libertad, separándonos de Él. Y sin Él no hay vida, pues es nuestro creador. Pero era un riesgo ineludible, porque sin libertad no puede existir el amor.
De modo que la receta para salvarnos es bien sencilla: confiar en Dios, y olvidarnos de nosotros mismos, amando a Dios y a los demás. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9, 24). ¿Parece difícil? Dios mismo nos prestará el amor necesario, si le dejamos, pues está dentro de nosotros, escondido en el centro de nuestra alma, como decía San Juan de la Cruz, y también en cada persona con quien nos encontramos, y especialmente en el sagrario. ¡No dudes en acercarte a pedírselo, y verás que no hay nada comparable en este mundo!
¡Feliz Navidad y enhorabuena a todos!