El pasado 14 de febrero, Rodrigo Terrasa, en las páginas de ‘El Mundo’, nos ilustró, mediante una entrevista a la doctora Faith G. Harper, psicóloga y terapeuta, sobre una cuestión capital para tener relaciones humanas sanas. Sus reflexiones giraban en torno a una pregunta necesaria: ‘¿Por qué nos cuesta tanto decir que no?’. Lo cual, planteado de otra manera, también podría formularse así: ¿Cómo comunicar a los demás nuestros límites?
Desde mi experiencia, a través de una prolongada y esforzada existencia, me ha permitido adquirir una cierta sabiduría. Para poder responder a los interrogantes anteriores, esto es, para atreverse a decir no o para fijar con un sí los propios límites, es indispensable haber llegado a un cierto grado de madurez personal. Éste se cifra en dos certezas que, más allá de las dificultades y debilidades humanas, siempre aparecen como punto de referencia al que, dado el caso, volver la mirada. La primera estriba en saber que cada cual es dueño de su destino, responsable de su vida, sin intromisiones no consentidas. La segunda consiste en que cada cual ha de tener muy claro qué quiere hacer con su vida, esto es, cada cual ha de tener un proyecto de vida -realidad siempre dinámica- por el que luchar.
Supuestas las dos condiciones previas que acabo de subrayar, hay que ser conscientes de que el elegir constituye una “parte esencial de la vida. Discernir las decisiones. Uno elige la comida, la ropa, un curso de estudio, un trabajo, una relación. En todos ellos se realiza un proyecto de vida, y también se concreta nuestra relación con Dios” (Francisco). En cada momento del quehacer diario, estamos eligiendo y realizando o no el propio proyecto de vida. Sintiéndonos satisfechos y felices o, por el contrario, defraudados y a disgusto con nosotros mismos.
En este instante reflexivo, viene a mi memoria el gran filósofo español, Ortega y Gasset (cf. El hombre y la gente, Alianza, Madrid, 1980). Dice así: “Es constitutivo del hombre, a diferencia de todos los demás seres, ser capaz de perderse, de perderse en la selva del existir, dentro de sí mismo, y, gracias a esa atroz sensación de perdimiento, reobrar enérgicamente para volver a encontrarse. La capacidad y desazón de sentirse perdido es su trágico destino y su ilustre privilegio”. No hay duda alguna, cada momento se comprueba que, efectivamente, “la vida nos es dada, pero no nos es dada hecha; la vida es quehacer”. Por cierto, muy trabajoso.
Deseo insistir en este punto. Como ha dicho Francisco, “cada uno debe tomar sus decisiones; no hay nadie que las tome por nosotros. En un momento determinado los adultos, libres, pueden pedir consejo, pensar, pero la decisión es propia; no se puede decir: ‘He perdido esto, porque lo ha decidido mi marido, mi mujer, mi hermano’: ¡no! Tienes que decidir tú, todo el mundo tiene que decidir, y por eso es importante saber discernir: para decidir bien, hay que saber discernir”.
De las pocas cosas útiles que aprendí en mi relación con el mundo eclesiástico (agradecimiento sin reservas), he de recordar el discernimiento. Sin él, no se puede acertar en la elección, en la decisión. Tampoco es cosa de un día. Conlleva un proceso de aprendizaje, siempre prolongado en el tiempo. Pues bien, no lo dudes, tu propia vida, tu propia experiencia en las pequeñas y en las grandes decisiones, te enseñará que discernir es ‘un ejercicio de inteligencia, y también de habilidad y también de voluntad (…) y también hay un coste necesario para que el discernimiento sea operativo” (Francisco). Reclama atención, esfuerzo, confianza y conocimiento de uno mismo, usar la propia experiencia, controlar los afectos y los sentimientos. Nada de todo ello es fácil.
En definitiva, desde la libertad más radical del ser humano, discernir -saber decir no o saber decir sí- es aprender a vivir la vida, a darle sentido pleno. Es aprender a amar. Si lo consigues, sentirás una alegría infinita. Habrás realizado tu proyecto de vida.
Gregorio Delgado del Río