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¿Delitos de odio o de opinión?

miércoles 29 de enero de 2025, 05:00h

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Vivimos tiempos complicados para la libertad de expresión. Nuestra democracia ha retrocedido en los últimos diez años, en cuanto a pluralismo, a parámetros que todos cuantos asistimos a las postrimerías de la dictadura franquista creíamos que estaban ampliamente superados.

Nuestro Código Penal se reformó recientemente con la pretensión poco disimulada de servir de instrumento al modelo de pensamiento único que, como gota malaya, se viene promoviendo en nuestra sociedad desde la izquierda occidental para acabar con cualquier mínima disensión, mediante algo tan antiguo -y tan genuinamente fascista- como es la represión.

El artículo 510 CP encubre, bajo el manto poco discutible de conductas que se vienen considerando intolerables desde el final de la II Guerra Mundial -acuñadas, obviamente, por las potencias vencedoras- todo un elenco de manifestaciones y hechos que son ahora calificados como delictivos y cuya tipificación únicamente contribuye a la autocensura social y personal, ya sea en la barra de un bar, en una cena familiar, en una columna de prensa, en una tertulia o hasta en el foro parlamentario.

El conocido episodio protagonizado por el president del Parlament, Gabriel Le Senne, únicamente retrató la torpeza política del personaje. En realidad, de lo que se trata ahora, con su procesamiento en contra del parecer de la Fiscalía, es de que Le Senne ni siquiera pueda disentir de la abusiva utilización de la imagen de determinadas víctimas por parte de quienes llevan décadas despreciando a las que ellos consideran las “del otro bando”, es decir, las víctimas sin derecho alguno. Estas víctimas no merecen homenaje, y no por lo que pensaban -su ideología puede que ni siquiera se sepa jamás-, sino porque sus verdugos fueron aquellos que actuaban en pro de las mismas ideas que hoy sigue promoviendo la izquierda. Si las mataron los republicanos o por quienes actuaban en nombre de éstos, merecían morir. Ese es el cruel, perverso y ofensivo axioma que parece anidar en lo más recóndito de algunos de los promotores de ese embuste colectivo denominado “memoria democrática” asimétrica. Eso sí es genuino odio y lo demás pamplinas.

Estamos convirtiendo los órganos judiciales -con el Constitucional en la cúspide- en modernos Tribunales de Orden Público -el infame TOP de la dictadura-, de manera que su misión no es ya examinar hechos que atenten contra los derechos humanos de los miembros de cualquier colectivo, sino que cuestionen las ideas de determinados colectivos muy específicos alineados con la visión predominante.

Siento verdadero horror y repugnancia por las atrocidades que se cometieron en uno y otro bando durante nuestra desgraciada Guerra Civil, incluyendo, como es obvio, el cobarde e injustificable asesinato de las llamadas ‘roges del Molinar’ y, en particular, el de una jovencísima Aurora Picornell. Aplaudo sin ambages la reparación, personalizada en sus familiares, de tanta infamia. Cuanto se haga, será poco. Como lo tengo escrito en multitud de ocasiones, no me extenderé al respecto.

Ello no es óbice, sin embargo, para que proclame mi derecho irrenunciable a odiar las ideas totalitarias de quienes abrazaron el comunismo, tan sanguinarias e inhumanas como las de los fascistas y los nacionalsocialistas. La distinción moral que se ha asentado en los últimos ochenta años en gran parte de la sociedad europea, discriminando positivamente el comunismo -la tiranía en nombre de ‘los pobres’- con respecto a aquellos otros totalitarismos de derechas -afortunadamente extinguidos- es únicamente consecuencia azarosa de que la URSS estuvo entre las potencias vencedoras del último conflicto mundial -pese a que, en su inicio, había pactado con la Alemania nazi- y, por ello, contribuyó a modelar una nueva moralidad de posguerra. Ni siquiera la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del despiadado y represor bloque comunista consiguió corregir totalmente esa falaz distinción. Seguimos siendo blandos con las dictaduras progres, con China a la cabeza.

Vivimos una época en la que se pretende reescribir la historia del siglo XX y, singularmente, la de nuestro país. Tiempos lóbregos para la libertad de opinar.

Odiar ideas totalitarias no puede integrar ninguna clase de delito, porque constituye la esencia fundamental del pensamiento democrático.

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