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Ha perdido la unanimidad de ayer

Por Gregorio Delgado del Río
sábado 25 de enero de 2025, 05:00h

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Hace veinte años, el 28 de diciembre de 2004, se aprobó la Ley orgánica 1/2004 de Medidas de protección integral contra la violencia de género. Norma que, tras ese periodo de vigencia, dudo que ahora, en 2025, suscite la unanimidad inicial. No pueden negarse los problemas reales que su aplicación efectiva ha suscitado en el tiempo. Ni tampoco puede ignorarse el disentimiento existente, incluso en la izquierda, en torno a la concepción del feminismo en que se sustenta la Ley de Zapatero.

Una vez más, se ha evidenciado que la utilidad de las normas “se aliñan con inútil vinagre ideológico para avasallar al rival político” (De Ramón). Por eso, sus autores no suelen mostrarse propicios en enmendarla. En la medida en que cierta clase política actual se aleja del espíritu democrático para instalarse en un régimen autocrático, la política se parece cada vez más a una religión. También rige, por tanto, en su ámbito el viejo proverbio latino: “El senado no se equivoca; y si se equivoca, no corrige su error, para que no se note que se ha equivocado”. ¡Cosas del relato!

Cuando hace unos cuantos años, tuve el coraje de recopilar (Desde lo femeninamente in/correcto, Bubok, 2012) diferentes colaboraciones sobre el tema, entendí que era muy necesario objetivar al máximo las situaciones y superar un cierto secretismo que impedía un debate sereno y racional, ajeno a cualquier mitificación. Pues bien, tal perspectiva es ahora más necesaria que nunca. Las cosas reclaman objetividad.

En aquel entonces, como digo, advertí, y a veces intuí, un trasfondo ideológico (no exento de cierto sectarismo) que, a lo largo de estos años de vigencia de la ley, se ha consolidado como el ‘punctum dolens’ (el punto crítico) en todo debate al respecto e incluso en la aplicación de la misma. A mi entender, se concreta en algunas, más que discutibles, imposiciones dogmáticas, muy alejadas del sentido común y que han perturbado, de modo sistemático, su tratamiento racional.

La primera consiste en legalizar una verdadera e injustificada discriminación: mayor pena para el hombre que para la mujer si se incurre en coacción y amenazas. Creo, sinceramente, que tal posición legal sólo ha servido para exacerbar al hombre genérico a quien se le aplica un castigo indebido pues se parte de que es ‘culpable atávico de la violencia contra la mujer’ (Juan C. De Ramón). Se quiere hacer justicia a partir de una evidente discriminación y violación constitucional. Lo cual es pretender un imposible.

La segunda consiste en otra también imposición dogmática: “la idea del impulso masculino de dominio como único factor desencadenante de la violencia contra las mujeres” (M. Carmena). Tal posicionamiento legal está reñido con la realidad objetiva. La patología social de la violencia entre sexos es muy compleja. En ella intervienen factores muy diferentes, que en el texto legal se difuminan y que entorpecen cualquier política seria de prevención. El ‘género’ no es la única causa. La tan criticada, por excesiva, preocupación proteccionista de la mujer (negar la capacidad propia) puede ocultar, en realidad, una perturbadora intencionalidad política, un mensaje de adhesión, frecuente en la izquierda radical imperante.

La tercera, por último, se concreta en la tendencia que propicia la ley y que ha impulsado con vigor el feminismo ‘sanchista’, influido por el mundo ‘podemita’. Cada caso es en sí mismo singular. Sin embargo, para el feminismo radical, “lo esencial para resolver la violencia es darse cuenta de que está ‘fundamentalmente incardinada en lo que es el ADN de la masculinidad’” (M. Carmena). Posicionamiento radical y falso que está dando al traste con la eficacia de la ley y alentando una espiral de denuncias, que no siempre se sustentan pero que, eso sí, arruinan la vida a bastantes hombres. A lo que habría que añadir, si está por medio la convivencia familiar (hijos), el daño real, con cierto efecto multiplicador, en los propios hijos. ¡Así son las cosas!

La cuarta se concreta en que el feminismo radical ha de aceptar que no basta con denunciar. Toda agresión necesita ser probada. Cuanto antes mejor. Si reacciona después de un prolongado periodo de tiempo, cundirá el escepticismo y se estará obstaculizando algunas comprobaciones imprescindibles. ¡Puro sentido común!

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