A mí lo que me parece es que durante estos días de Navidad andamos sobrecargados de mediocridad, la verdad. Bueno, seamos justos: en estos días y en todos los días, años, lustros o décadas. Existe un tal abigarramiento de vulgaridad que me induce a pensar que algo no funciona como debería. ¿Qué dónde? En todas partes aunque, concretando, quizás la palma se la lleven los señores profesionales de la política; universalmente hablando, claro.
¿Que quién soy yo para calibrar el grado de ordinariez que contiene este gremio? Muy fácil: soy una persona seria, formada adecuadamente desde el punto de vista intelectual, con los esquemas mentales bien amueblados, fino y sensible, educado, con el sentido de la urbanidad a tope y con el suficiente discernimiento entre la ironía y la torpeza muscular del cerebro.
¿Me quieren ustedes hacer el favor de citar un número, aunque sea vago, de políticos locales, nacionales, europeos o americanos o asiáticos o autralianos o africanos, que reúnan más de dos de las características humanas que les he invocado cuando me he referido a mi santa persona? Casi cero patatero.
Las mejores mentes, las más brillantes, suelen lucir en muchos otros diversos espacios profesionales: científicos, escritores, abogados, deportistas (bueno, quizás no todos), altruistas, cocineros, actores, electricistas, vaticanistas y otras muchedumbres que pululan, respetuosamente, por este mundo cruel.
En el argot militar, al más puro estilo “chusquero” (oficiales que ascendían de grado por insistencia en cumplir años pero nunca por méritos académicos o por poseer un coco algo más ágil que el conjunto de la milicia) se solía decir una frase que rezaba algo así como que “el que vale, vale, y el que no pa' cabo”. Me parece un excelente ejemplo para trasladarlo al mundo de la cosa pública: “el que vale, vale y el que no pa' político”.
Los políticos y las políticas (bueno, ellas menos porque su incorporación a las filas superiores de la administración es más reciente y, por lo tanto, todavía no se han desvirtuado lo suficiente; todo llegará. Por ahora tampoco sufren tantos accidentes de tráfico como los machos)... los políticos y las políticas —decía antes del extenso paréntesis— se entregan a los votantes como, años ha, muchos chavales se ofrecían al Seminario Conciliar: básicamente, para tener acceso a una vida algo agitada, un techo, unas pesetillas y un cierto lucimiento mediático. Sí, ya sé, hay muchos que son honestos, pero esto no quiere decir gran cosa. El talento, la inteligencia, el talante, la diplomacia el “saber hacer” y tantas otras capacidades que Dios nuestro Señor ha inyectado en la masa humana brilla por su ausencia. En la gran mayoría, el gris es el color (¿color?) que mejor les acompaña, excepto en lo que se refiere a su materia; la materia gris, claro. Visten mal (los del trajecito y corbata, así como los de la “nueva política” de la zamarra publicitaria y el zurrón deshilvanado); en general, suelen ser pésimos oradores, balbuceando en lugar de vocalizar con mesura; crean más problemas que soluciones; chulean de manera harto elocuente y olvidan las mínimas normas de urbanidad; mienten como bellacos y desmienten fatal; tienen tanto “don de gentes” como los astronautas solitarios. Y así...
¿Que estoy generalizando de modo exagerado? Bueno, ¿y qué? Me juego el pelucón de Trump, la ceja de Zapatero, el chándal de Rajoy o el tupé de Mas a que no sabrían ustedes encontrarme más de diez personajes dedicados a su función pública como garantes de una pulcra actuación profesional.
No estaría de más efectuar una limpieza general e intentar elevar, ni que fuera un poquito, el listón; sin sangre, naturalmente, la limpieza. Con urnas. Sólo que primero, tendría que pasar por las urnas el Espíritu Santo para que eligiera a los candidatos postulantes.
De momento, la cosa no tiene remedio. Y no piensen, únicamente, en nuestro rinconcito vital.
¡En todas partes cuecen habas!
P.S. No me gusta haber escrito este panfleto que parece contener una cierta ideología antidemocrática. Pero nada más lejos de dicha circunstancia. He parido un discurso más propio de un taxista fascistoide que de un demócrata convencido y fiel.
El caso es que mi opinión personal me viene dictada desde las profundidades de mi mente y creo, firmemente en el proceder democrático de la política. Esto no quiere decir que —siguiendo el curso político con verdadera devoción— no me de cuenta del bajo nivel general (repito, “general”) de las personas que ejercen esta función más o menos pública.
Son “ellos” y “ellas”: no va contra la política en su término más admirativo.
Y a mí, que me chifla la política...