Es hora de que comencemos a extraer lecciones de la inenarrable tragedia provocada por la maldita DANA. Y, para sacar conclusiones, es imprescindible conocer previamente la realidad de los hechos.
La primera constatación es la de que Pedro Sánchez no solo induce la inhibición del Estado en aquellas comunidades en las que el soberanismo le acota fronteras -a las que él se ha venido plegando sin rechistar, con tal de conservar el cargo-, sino que extiende dicha inhibición a las demás comunidades autónomas en todos aquellos asuntos en los que intuye que no va a sacar rédito alguno, sino que, bien al contrario, nada bueno conllevan para los dirigentes políticos.
Ya vimos durante la pandemia cómo, inopinadamente, el Gobierno descargaba la responsabilidad de su gestión en cada comunidad autónoma, lo que se tradujo en que cada cual hiciera la guerra por su cuenta en la adquisición de mascarillas y test PCR, en el establecimiento de restricciones y en el entierro de sus muertos. Definitivamente, pandemias y DANAs no dan votos y Sánchez solo quiere salir cuando el viento sopla a su favor.
El Estado no ha estado cuando las circunstancias exigían que tomase el mando único y desplegase su enorme poder y recursos. Hace falta carecer del más mínimo sentido nacional para acuñar para el mármol frases tales como “si necesitan ayuda, que la pidan”, como si la Comunidad Valenciana fuera Marruecos o cualquier otro ente soberano distinto de España. Pero es que, además de por sus devastadoras y gigantescas consecuencias, la ley obligaba al Estado a tomar cartas en el asunto porque la DANA afectó ya inicialmente a tres comunidades autónomas distintas, aunque con especial virulencia en la valenciana.
Se decía en tiempos pretéritos que Manuel Fraga tenía todo el Estado metido en su cabeza y, fuera o no una exageración, lo cierto es que Sánchez ni siquiera tiene claro ya qué diantre es España y sobre quiénes debería estar gobernando. Tanto tiempo sembrando la división que hasta él mismo ha sucumbido a sus falacias.
Cargar sobre un presidente autonómico como Carlos Mazón -sean cuales fueren sus posibles errores- la responsabilidad de afrontar el mayor desastre natural de nuestra historia reciente demuestra la catadura de nuestro aún presidente del Gobierno y de quienes le rodean. Mazón no tiene jerarquía alguna sobre la AEMET, sobre la Confederación Hidrográfica del Júcar -ambos, organismos dependientes del Ministerio para la transición ecológica y el reto demográfico, que vaya tela de nombre-, ni sobre la UME y el resto de nuestras Fuerzas Armadas -Ministerio de Defensa-, ni sobre la Policía Nacional y la Guardia Civil -Ministerio del Interior-, de manera que con sus efectivos de protección civil, las policías locales y los bomberos poco podía hacer en solitario. La situación hubiera desbordado a cualquier administración autonómica, incluyendo a la catalana y la vasca.
Fernando Grande-Marlaska ha sido y es una calamidad en toda cuanta responsabilidad política ha asumido desde su desgraciado salto del juzgado a la política. Es un pésimo ministro de Interior que, si conservase un átomo de dignidad, habría dimitido hace ya tiempo y, además, corresponsable de la ausencia del Estado en esta crisis cuando más se le necesitaba, una denegación de auxilio en toda regla que ya veremos si termina en una imputación formal. En cualquier caso, Marlaska es hoy un cadáver político.
Sánchez ya está intentado acallar el clamor popular con anuncios de ayudas millonarias, como hizo en Sant Llorenç o en La Palma, con el resultado conocido. Pero ya no cuela.
En realidad, los únicos que han sostenido -sin ostentar responsabilidad política alguna- el debilitado armazón de este Estado cuasi fallido han sido, de una parte, el generoso, abnegado y solidario pueblo español –“Dios, qué buen vassallo si oviesse buen señor!” (Cantar de Mío Cid)-, que siempre se supera ante la adversidad, y, de la otra, S.M. el Rey Felipe VI, que, mientras Sánchez huía despavorido presa del pánico, bajó literalmente al barro para ser duramente increpado, jugándose su integridad física entre ciudadanos legítimamente indignados ante tanta indolencia, incompetencia y falta de patriotismo de nuestros gobernantes.