La transición democrática llegó de la mano de unos partidos políticos que podríamos calificar “de notables”, esto es, organizaciones en donde el líder era un “primus interpares”. Estuvieron conformados por cuadros oligárquicos procedentes de distintos estamentos de la sociedad. Representando, de esta forma, un significativo pluralismo. A los ojos de cualquier observador, el parlamento español se convirtió en una reunión de gente bien ilustrada. Una imagen reforzada, durante el proceso constitucional, por la presencia de algunos significativos senadores de designación real.
Es cierto que Felipe González ejerció un liderazgo fuerte, mientras que Adolfo Suárez lo intentó sin conseguirlo. Tal vez por ello, el PSOE se convirtió en el partido dominante, a la espera de que se constituya una oposición capaz de ser alternativa. Además, pese al relato actual, lo cierto es que el régimen de Franco -como ya habían hecho los conservadores en épocas anteriores- se movió bajo premisas sociales o socialistas, lo cual, sin duda, allanó el camino.
En cualquier caso, los partidos políticos, formados por cuadros, facilitaron el alcanzar acuerdos e, incluso, consensos entre fuerzas rivales, y, sobre todo, evitaron derivas radicales. Sin embargo, tenían un pecado original: el de haber sido construidos desde arriba hacia abajo. Lo cual nunca quisieron admitir ni ante sus votantes, ni ante sus propios militantes, lo que les llevó a redactar estatutos más ideales que reales.
Bajo estas premisas, el PSOE gobernó durante los primeros largos años de consolidación democrática. Unos años en los cuales los organismos estatales y, en general el sector público, aumentaron sustancialmente en número y tamaño. De esta forma pudo atraer a muchas personas deseosas de participar en la nueva, y creciente, administración democrática. No fueron pocos los que lo hicieron bien como funcionarios, bien como dirigentes partidistas de mayor o menor nivel. Dicho en otras palabras, una parte importante de los resortes del estado se crearon con sello socialista.
Cuando, ya en la tardía fecha de 1989, se transforma la Alianza Popular en el Partido Popular también lo hizo respetando a sus distintas élites, incorporadas como cuadros dirigentes. Inicialmente realizó una tarea de oposición no-decisoria, sino más bien parlante. Habrá que esperar casi siete años para que se produzca el primer relevo. Una vez producido el cambio, los cuadros socialistas de mayor nivel fueron desplazados de la administración, sin que ocurriera lo mismo en los niveles intermedios e inferiores. Además, conservó intacto todo el poder mediático tejido en su largo mandato. El partido que alimentó el crecimiento del Estado, enviado ahora a la oposición, se tenía que reconstruir aprovechando todos sus efectivos antes reclutados.
Fue entonces, cuando comenzó una lenta transformación del PSOE hacia un presidencialismo con tendencia al cesarismo. Pues, para volver al poder necesitaba una estrategia que aunara, como hemos dicho, la fuerza de todos los suyos. En primer lugar, tenía que diferenciarse ideológicamente, algo que no resultaba excesivamente sencillo dada la mencionada tradición social de la derecha española y la crisis internacional de la izquierda. También necesitaba un sustituto para Felipe Gonzáez.
Así, tras unos pocos años de confusión finalmente adoptó una ideología anti-PP, que, además, tenía la ventaja de facilitar la unión con los nacionalistas, fueran estos de izquierdas o no. De esta forma, se decidió aprovechar accidentes, como los del Prestige o del Yak-42. O derogar planes de alcance nacional, como el hidrológico. La utilización del 11M sólo fue la traca final de una estrategia electoral exitosa. Así se confirmó su posición de partido dominante capaz no sólo de recuperar el poder, sino de mantener importantes resortes desde la oposición.
Para reemplazar al líder, se alumbraron las peculiares “primarias” que, aunque repetidamente fallidas, con el tiempo acaban legitimando a Pedro Sánchez como presidente. Poco a poco el parlamento español fue dejando de ser una reunión de ilustres, para pasar a ser el lugar de coincidencia de un puñado de líderes acompañados, salvo muy contadas excepciones, de dóciles números. De hecho, hoy por hoy, no hay nadie más cosificado que una diputada o diputado socialista, aunque los otros también lo estén.
En ese entorno, el PSOE, bien asentado como partido dominante, acaba poniendo en marcha el proceso de polarización (“necesitamos más tensión, Iñaki” Zp dixit). El PP, por su parte, ante las enormes dificultades políticas para gestionar la salida de la crisis económica, que descabalgó a Zapatero, pareció tomar conciencia de su subsidiariedad, adoptando una posición de alternativa básicamente para lo mismo, es decir, renunciando a planteamientos propios reformistas.
Las primarias socialistas acabaron otorgaron, directamente, todo el poder de las masas militantes al líder, sin la intermediación de los notables. De hecho, Sánchez, revestido con esa fallida (y fraudulenta) púrpura, los ha ido cercenando a todos. Lo que, sin duda alguna, ha facilitado su radicalización.
Paso a paso, ya de la mano del ya “líder supremo”, el partido socialista ha ido adoptando más y más elementos ideológicos de tipo simplificado, viscoso y vulgar (woke) con pretensiones de falsa superioridad moral, en donde, de facto, lo relevante es castigar a los miembros del partido contrario y proteger, promover, promocionar, o indultar y amnistiar a los que constituyen un apoyo. Esto requiere contemplar a la administración como el botín a repartir, sin que importe la eficiencia en sus funciones.
Tras las últimas elecciones, el partido dominante se mantiene en el gobierno sin ser el mayoritario gracias a la potenciación de los pequeños, por lo que tiene que defender múltiples, y, a veces, contradictorios sectores de interés. Eso le lleva inexorablemente a pretender más tensión y polarización. Al tener el PP el control de muchas comunidades autónomas, la batalla está servida.
Los hechos y no el relato es lo realmente relevante. Sin embargo, el aquí expuesto es, en mi opinión, el que explica la inoperancia del Estado, y que esta desgraciada tragedia Valenciana, tristemente, se esté utilizando como arma de confrontación. Ya saben… ¡Sí necesitan más recursos, que los pidan! Dicho, sin despeinarse, a los cinco días de ocurrida la catástrofe y de cientos de imágenes desoladoras. Y no lo olviden, sí ante todo esto al pueblo se le ocurre protestar, es que “son minorías políticas violentas” ...