Álvaro García Ortiz, el fiscal general del estado, ha alcanzado un nuevo nivel de descrédito, llevándonos por un camino que muchos pensaban imposible hasta ahora. No solo ha mancillado la imagen de independencia que debería caracterizar su cargo, sino que ha convertido su despacho en una herramienta personal al servicio del poder que lo subió a esa silla. Su misión, parece ser, ha sido más la de un inquisidor medieval que la de un defensor de la justicia: perseguir a los enemigos políticos del presidente del gobierno.
El clímax de su carrera, sin embargo, está marcado por su reciente imputación, un hito que ni en nuestros peores sueños pensamos que veríamos: un fiscal general del estado imputado por primera vez en la historia de nuestra democracia. ¿Por qué? Por algo tan indigno como filtrar correos del abogado de la pareja de la peor pesadilla de Sánchez con el fin de atacarla, un acto que ha llevado al Tribunal Supremo a ordenar que la Guardia Civil registre su despacho y se incauten sus comunicaciones.
Este episodio no solo resalta su falta de ética y profesionalidad, sino que pone en evidencia el pozo al que han caído nuestras instituciones en manos de un presidente que las ha colonizado y contaminado con exministros y cargos afines que le puedan amparar y hacerle el juego sucio. Lo de Ortiz no es sólo un problema personal; es un reflejo de cómo los pilares de la justicia pueden ser fácilmente erosionados cuando se anteponen lealtades políticas a principios morales básicos.
La situación es hiriente, no solo por el presunto delito que se podría estar cometiendo, sino por lo que simboliza: la complicidad de un partido descompuesto y dispuesto a proteger los intereses de su líder a costa de la salud democrática de nuestras instituciones. En este triste teatro, su permanencia en el cargo es una burla que exige no sólo su inminente destitución, sino la de todos los secuaces colocados a dedo en otros organismos para ejecutar el plan de Sánchez.