No se quejen ni se rían, el título de este artículo me hubiera permitido superar la temida EBAU -la selectividad- en su nueva versión 2024-2025.
Según anunció la ministra del ramo, Pilar Alegría, las faltas de ortografía penalizarán hasta un 10% la nota para el acceso a la universidad. Y digo ‘hasta’ porque semejante esfuerzo se matizará -a la baja- para alumnos con determinadas dificultades. Salvo para aquellas carreras que exigen la máxima puntuación como nota de corte, poco freno es ese.
Me cuesta horrores entender la modernidad académica. Quienes tuvimos la fortuna de ser escolarizados antes de la ESO, fuimos concienciados y debidamente educados para no cometer faltas de ortografía o, al menos, minimizarlas. Obviamente, no hablo de aquellas cuestiones complejas de las que, por ejemplo, trata el Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, sino de las puras y simples erratas ortográficas de toda la vida. Es decir, hablamos de escribir correctamente las palabras y ordenarlas en frases inteligibles, haciendo un uso adecuado de los signos de puntuación.
La progresiva flexibilización de la exigencia de corrección en la escritura es dramática y causa desastrosos efectos en cadena. Se comienza por tolerar en Educación Primaria que los alumnos no pongan tildes o usen la hache incorrectamente -por defecto o por exceso- y se termina aprobando la EBAU de un universitario in pectore que ha arrastrado esa falta de exigencia durante toda su vida escolar y siembra sus escritos de desatinos gramaticales.
A lo peor, nuestro estudiante superior termina siendo el profesor de lengua de nuestros hijos.
Y les aseguro que esta situación no es fantasiosa o excepcional, sino bien palpable. Excuso ponerles ejemplos, porque son desmoralizadores.
Tanta sobreprotección y el abandono -se diga lo que se diga- de la cultura del esfuerzo atonta a las nuevas generaciones y las expone a la manipulación.
No queremos traumatizar al nene, la nena o el nini haciéndole repetir cien veces una palabra que ha escrito mal, pero consentimos que culmine su período de formación integral sin saber redactar un texto con mínima propiedad. Y quien no sabe escribir, tampoco sabrá leer. Y quien no sabe leer, está sujeto a que otros le interpreten la realidad. La ortografía no es, pues, un fin en sí misma, sino un indicador de la calidad educativa recibida y asimilada.
Muchos jóvenes no leen. No lo hacen jamás. Su contacto con el mundo exterior y de las ideas se reduce a las redes sociales y a la basura que las inunda. De modo que no es de extrañar que la pobreza léxica sea la regla general, con sus ‘bro’, sus ‘en plan’ y sus ‘pec’.
Y este factor contribuye a ensanchar las diferencias sociales, porque la igualdad de oportunidades es una quimera cuando la calidad de tu educación depende casi exclusivamente de la de tus padres o de su capacidad económica.
Puede que consigamos, rebajando el nivel de exigencia, que todo el mundo obtenga el mismo título académico, pero así no acabaremos con el abismo de calidad educativa entre unos y otros titulados. Al contrario, será cada vez mayor.