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¿Abaratar los servicios públicos?

Por Pep Ignasi Aguiló
martes 08 de octubre de 2024, 05:00h

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Entre tanto la oferta capitalista tiende a abaratar las mercancías que produce; el sector público se muestra incapaz de hacer lo propio con sus servicios. Es lógico que esto ocurra, pues el sistema capitalista se caracteriza por someter a las empresas productoras a un duro régimen de competencia que les obliga a innovar en procesos, tanto para alcanzar menores costos, como para mejorar y diferenciar sus productos. Sin embargo, este mecanismo incentivador no está presente en el sector público, en donde por contra sí existen recompensas por tratar de mejorar la financiación, es decir, por la obtención de mayores partidas presupuestarias.

Tomemos como ejemplo, el caso de la introducción de maquinaria automatizadora de los procesos de oficina en las empresas privadas. En el sector privado competitivo, se realiza cuando el resultado esperado es una notable reducción de los costes. Lo que tiene que acabar repercutiendo en los usuarios o consumidores. Algo que no ocurre en los servicios administrativos de ministerios, consellerías, concejalías, etc. Es más, paradójicamente la digitalización puede comportar incrementos en las necesidades de nuevo personal.

Este fenómeno también afecta a la toma de decisiones políticas, puesto que existen claros incentivos para incrementar los costes de producirlas, ya que de esta manera se consiguen diluir responsabilidades. Es frecuente constituir comisiones de técnicos subvencionadas, o encargar informes externos a expertos, que en ningún caso son gratis. De esta forma, las decisiones que se adopten, no sólo costarán más en sí mismas, sino que, además, tenderán a incrementar los costes empresariales mediante la exigencia de mayores requisitos encaminados a salvaguardar a los funcionarios que deben aplicarlas.

Así, sin ir más lejos, cuando el poder político toma decisiones sobre la producción de alimentos, de automóviles o de viviendas, estos bienes tenderán a encarecerse de forma notable, tal como observamos en nuestra realidad más cotidiana. Es lógico que ocurra así, pues existen incentivos sobreregular cualquier materia que se someta a discusión pública. Y eso sin tener en consideración los fenómenos inflacionarios, cuya raíz también están vinculadas a la acción política.

Es difícil aceptar la premisa que la sobreregulación se realiza para salvaguardar el medioambiente cuanto, sin ir más lejos, se ponen barreras a los coches eléctricos asequibles fabricados en otros enclaves ¿Acaso el medioambiente empeora en función del origen de los autos?

Hemos de ser conscientes que los servicios públicos, producidos por organismos gubernativos, siempre se autoconsideraran mal financiados, con independencia de cuál sea el monto de recursos que les asigne. Esa supuesta deficiente financiación tenderá a tener más visibilidad, protagonizando titulares de prensa, cuando al frente del organismo en cuestión figure una persona con proyección social. Dicho en otras palabras, nunca llegaremos a considerar que la educación pública (o controlada indirectamente por el sector público), o la sanidad, o cualquier otro servicio cuenta con los recursos suficientes.

Este fenómeno es independiente de quien gobierne, aunque, por supuesto, la izquierda se maneja mucho mejor en los temas de prensa y propaganda y, por lo tanto, tenderá a acelerar esta dinámica. De hecho, el marco mental establecido, incluso desde los propios medios públicos, dicta que la calidad de esos servicios se tiene que medir -¡Atención a esto!- por el monto del dinero destinado, y nunca por los resultados obtenidos.

Sin ir más lejos, ya casi nadie recuerda lo carísimo que era el teléfono, o los viajes en avión u otros muchos servicios, cuando se consideraban servicios públicos que tenían que ser manejados directamente por el gobierno de turno.

Desde luego, hubo un tiempo, y existe literatura bienintencionada que intenta mostrarnos que pueden existir fórmulas para modificar esta dolorosa realidad. La privatización, la colaboración público-privada; la centralización que aprovechen economías de escala; el uso de energías renovables; la inteligencia artificial; y, sobre todo, la introducción de competencia entre administraciones a través de fórmulas tipo “cheque escolar”.

Pero la realidad es que en la administración pública rige una especie de “apuesta dura” por el statu quo que termina por impedir, o desvirtuar, la implementación de tales estrategias. Así, no faltan ejemplos de alcaldes que han perdido las elecciones precisamente como consecuencia de haber mejorado, y abaratado, la gestión de recursos tales como el agua o la recogida de basuras. Dicho en otras palabras, como la eficiencia no está entre las prioridades de las organizaciones de carácter público, estamos abocados a un constante incremento de los costes de tales servicios y de otros bienes sometidos a hiperegulación.

Mucho me temo que estas dinámicas no las cambie ningún informe Draghi, las reformas necesarias son demasiado profundas, imposibles sin un cambio de mentalidad.

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