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Inmigración: entre la oportunidad y la responsabilidad

Por Carolina Domingo
jueves 03 de octubre de 2024, 03:00h

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Es imposible hablar de la inmigración sin sentir un nudo en la garganta. En cada persona que cruza una frontera buscando un futuro mejor, hay historias de sacrificio, sueños rotos y, sobre todo, una esperanza desesperada. Pero, al mismo tiempo, como sociedad, tenemos que ser honestos: no podemos ignorar las complejidades que esto supone.

La inmigración legal es, sin lugar a dudas, una oportunidad. Abrir nuestras puertas a quienes vienen con ganas de trabajar, con talento y con la esperanza de un futuro mejor, enriquece nuestras sociedades de maneras inimaginables. Estas personas llegan dispuestas a integrarse, a sumar. ¿Acaso no necesitamos cada vez más mano de obra, especialmente en sectores como la construcción, la agricultura o el cuidado de nuestros mayores? ¿No es cierto que, en muchos casos, los migrantes aportan innovación y energía a economías que, sin ellos, se estancarían?

Un claro ejemplo de esto está en el ámbito de la tecnología y la ciencia. En Silicon Valley, por ejemplo, casi la mitad de las startups tienen al menos un fundador inmigrante. En Europa, miles de trabajadores extranjeros sostienen sectores críticos, contribuyendo al crecimiento económico y llenando vacíos laborales que, de otro modo, quedarían desatendidos. Y es que la diversidad, la mezcla de culturas y perspectivas, es un motor poderoso de cambio y evolución.

Pero... ¿y la inmigración ilegal? Aquí es donde el debate se vuelve más doloroso, más complicado, más desgarrador. Es imposible no sentir empatía cuando ves a personas arriesgándolo todo, atravesando mares, desiertos y fronteras, con la esperanza de escapar de la pobreza, la violencia o la desesperanza. ¿Cómo no va a conmover ver esas imágenes? ¿Cómo no te va a partir el alma saber que algunos no lo consiguen?

Como sociedad, debemos hacer una pausa, respirar hondo y reflexionar: ¿podemos sostener una inmigración descontrolada? La respuesta es no, no podemos. Y no es por falta de empatía, sino por responsabilidad. Porque, aunque nos cueste aceptarlo, nuestros sistemas sociales tienen un límite. Al igual que cualquier otro sistema, para extraer beneficios es necesario primero generarlos. Los recursos sociales provienen del trabajo, y en un entorno con cargas impositivas elevadas y una burocracia asfixiante, ni los autónomos ni las empresas pueden generar lo necesario. Un sistema del que se extrae constantemente sin aportarle el combustible suficiente para su funcionamiento, inevitablemente, colapsará. Esto es aplicable a todo: al cuerpo humano, a los vehículos, a la agricultura y, por supuesto, a la sociedad.

El sistema de salud, por ejemplo, ya está bajo una enorme presión. Con una población envejecida y tratamientos cada vez más caros, estamos llegando al límite de lo que se puede ofrecer. Un tratamiento de inmunoterapia contra el cáncer puede costar entre 50.000 y 100.000 euros por paciente. Y esto es solo un ejemplo. ¿Qué ocurre cuando el número de personas que necesitan acceder a estos servicios crece descontroladamente? Lo cierto es que no hay recursos suficientes para todos, y, tristemente, eso significa que en algún momento, algo se rompe.

No podemos permitirnos un sistema colapsado. No podemos garantizar que las personas que han vivido toda su vida contribuyendo a este sistema puedan seguir recibiendo la atención que necesitan, si no gestionamos adecuadamente los flujos migratorios. No se trata de cerrar las puertas a quien lo necesita, sino de hacerlo de manera ordenada, justa y sostenible.

Ahora bien, no podemos pasar por alto que, entre esos kilómetros de personas que buscan un futuro mejor, también hay quienes se aprovechan de la situación. Las mafias del tráfico de personas, la venta ilegal en las calles (como el famoso "top manta") o las redes de la delincuencia organizada se nutren de la falta de control, y no podemos permitirlo. Esas prácticas no solo perjudican a nuestra economía y a los comerciantes locales, sino que también crean tensiones sociales que terminan afectando a todos, incluidos los inmigrantes legales que vienen a trabajar honestamente.

No podemos permitir que una minoría de personas que delinquen manche la imagen de aquellos que llegan para construir una nueva vida de manera honesta. Pero tampoco podemos hacer la vista gorda ante aquellos que abusan del sistema o contribuyen al caos.

¿Qué debemos hacer como sociedad?

Debemos debatir, y debemos hacerlo con el corazón en la mano, pero también con la cabeza bien puesta. Tenemos que decidir qué tipo de inmigración queremos y, sobre todo, cómo la gestionamos. No se trata de cerrar puertas ni de levantar muros, sino de establecer un sistema que funcione para todos. Uno en el que podamos acoger a quienes lo necesitan, sin colapsar nuestros servicios públicos, sin generar tensiones sociales insostenibles.

Es urgente tener un debate profundo y sincero, uno que vaya más allá de las posturas extremas. Necesitamos hablar de cómo distribuir los recursos, de cómo integrar a quienes vienen a contribuir, y de cómo frenar a quienes solo buscan aprovecharse de las grietas del sistema.

La inmigración es un derecho humano, pero también es un tema que exige responsabilidad. Es hora de que dejemos de lado la demagogia y la simplificación, y empecemos a hablar con datos en la mano, pero también con la empatía necesaria para reconocer que, detrás de cada número, hay una vida, una historia, una esperanza.

La inmigración legal es una oportunidad que debemos abrazar, pero la ilegal y descontrolada es un reto que no podemos ignorar. No podemos permitir que nuestros sistemas sociales colapsen, ni podemos dejar que unos pocos destruyan lo que otros construyen. Es momento de actuar con humanidad, pero también con responsabilidad.

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