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Un café

miércoles 25 de septiembre de 2024, 08:50h

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Hasta los más sesudos columnistas -entre los que, por supuesto, no me encuentro- dedican su atención en ocasiones a materias infinitamente más interesantes que la política, como es el caso del café.

Aun siendo consciente de mis limitaciones al respecto, voy a intentar adentrarme en tan alambicado asunto.

El objeto de mi desvelo es, en este caso, el derroche lingüístico que, de un tiempo a esta parte, padecemos los consumidores isleños de tan estimulante infusión.

Para los mallorquines de mi generación, era norma universal que cuando uno acudía a un establecimiento y pedía al camarero un café, éste se dirigía a su compañero tras la barra con una orden clara concisa y sin información superflua de ninguna clase. Un café era un café, y punto. Si hubiera querido algo distinto a un café, hubiera añadido la información adicional estrictamente necesaria, por ejemplo, un café largo, un café con hielo, un café descafeinado, un café con leche, un cortado, un rebentat (carajillo) de Terry, Tres Caires o Amazona, o cualesquiera otras combinaciones nacionales o extranjeras se me hubieran antojado. Lo que digo, lo digo, y lo que no digo, no quiero decirlo, leches. Parece fácil.

Es en el siglo XXI, con el cambio sociológico y demográfico que ha experimentado la sociedad mallorquina, cuando la economía del lenguaje entra en crisis y ya no basta con describir con precisión y concisión lo que uno quiere, sino que se nos obliga a manifestarnos también sobre lo que no queremos o quizás no habíamos caído en que sí queríamos, exceso de información que a un aborigen mallorquín medio le parece una absoluta invasión de su intimidad.

Ignoro si los camareros actuales trabajan en la sombra para Elon Musk, Bill Gates, el Mossad o cualquiera de los depositarios del Big Data de nuestro comportamiento rutinario, pero sinceramente lo parece.

Si quiero un café, (cojones, ya) pido un café. No hace falta que el receptor de la comanda indefectiblemente me espete a continuación un “¿solo?” Cuando tal atentado al pudor semántico sucede, además de subirme la tensión arterial, mi reacción -viejuna y cuñadil, lo confieso- es contestar, “bueno, si le parece poco, tráigame dos”, o, si estoy acompañado de amigos, le espeto un “no, con ellos”.

Qué parte de la perfecta definición “un café” induce a un semoviente a entender que, en realidad, quiero otra cosa o más de lo que le he pedido es un absoluto misterio para mí.

¿Habrá alguna parte del mundo en la que alguien pida un café esperando que le sirvan una paella de marisco?

La verdad es que con la invasión de las franquicias americanas y sus diversos, insípidos e infumables cafés servidos a precio de atraco a las tres en bonitas tazas decoradas con mensajes muy cool, con corazoncitos y otras ingeniosas imágenes dibujadas en la espuma, todo este lenguaje para oligofrénicos tenía que llegar.

Pasa como con los gin tonic, que antes pedías uno y cualquier profesional de la hostelería sabía cómo se preparaba -hielo, rodaja de limón, ginebra y tónica (Schweppes, porque no había otra)-, y ahora tienes que hacer un postgrado para distinguir entre las distintas ginebras y las tónicas y que tu cerebro límbico perciba los sutiles aromas de las algas de las cataratas del Iguazú o el perfume de las flores del sauco tibetano. A mí, todas estas ginebras de colorines me recuerdan, sobre todo, al Varón Dandy y las neotónicas directamente llegadas de la India al Fairy. Y eso sin contar con los centenares de ingredientes secos que se añaden al brebaje, convirtiéndolo en una deleznable especie de gazpacho, al que solo le falta por añadir unos torreznos o, para ser más ‘étnico’ una buena tajada de camaiot indígena.

No anam de cap manera.

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