En 1999 el diario Kommersant preguntó a sus lectores qué personaje, real o de ficción, elegirían como siguiente presidente de Rusia. Ganó el mariscal Zhukov (real) y quedó segundo el famoso pero ficticio espía Max Stirlitz. Era el protagonista de la serie televisiva Diecisiete instantes de una primavera, que se emitió por primera vez en 1973 con una impresionante audiencia de entre cincuenta y ochenta millones de personas en cada capítulo. Parece que la emisión fue impulsada por Yuri Andropov, entonces director de la KGB cuya imagen deseaba realzar. Y parece que consiguió cautivar al propio Vladimir Putin, que ingreso en la agencia un par de años más tarde. Por su parte la encuesta de Kommersant atrajo la atención del experto en comunicación Gleb Pavlosky. Los oligarcas le habían encargado buscar el perfil más deseado por los rusos para sustituir a Yeltsin, exhausto y desprestigiado ante la opinión pública. Concluyó que los electores querían a alguien enérgico y eficiente que les devolviera estabilidad tras las turbulencias de la etapa Yeltsin. A continuación Pavlovsky publicó la foto de Stirlitz en un semanario muy popular con el título «Presidente del año 2000», y simultáneamente comenzó el lanzamiento de Putin que, a fin de cuentas, también era espía y al que atribuyó las cualidades que el público veía en Stirlitz. Es decir, el personaje de ficción atrajo al Putin real a la KGB, y luego éste acabó representando en el mundo real los anhelos que el público había depositado en el personaje ficticio.
Esta confusión entre política y espectáculo marcaría todo el gobierno de Putin y, en realidad, daría comienzo a una forma de hacer política-espectáculo en occidente. Los rusos llaman «dramaturgia» a la sustitución de la realidad por una gigantesca representación organizada desde el poder, con su guion, su decorado y sus actores
(dentro de éstos el «malo» es el papel esencial, que da sentido a todo el drama). El principal dramaturgo de Putin fue el gurú de la comunicación Vladislav Surkov, que se encargó de reemplazar el gobierno corrupto e incompetente de su jefe por un reality total. Para ello, además de controlar los medios, se dedicó a desactivar toda oposición y a integrarla en el Kremlin. Se dice que tenía en su mesa una serie de teléfonos con los nombres de los líderes de partidos y organizaciones «independientes», y con esos hilos telefónicos los manejaba como títeres. Con una mano Surkov financiaba organizaciones defensoras de los derechos humanos, y con la otra organizaciones ultranacionalistas que acusaban a aquellas de ser herramientas de occidente; patrocinaba las más provocativas muestras de arte moderno en Moscú y a ultraortodoxos vestidos de negro que, armados con cruces, atacaban esas exposiciones. Todo dentro del Kremlin, todo controlado por su mago. Por eso a veces se considera a Surkov el inventor de la fake democracy o «democracia soberana». En ella se mantienen rituales propios de la democracia, pero desprovistos de contenido y usados únicamente para vestir un régimen autoritario (la democracia es a la democracia soberana lo que la electricidad a la silla eléctrica, dicen algunos escépticos).
El problema de la «dramaturgia» es que, como los problemas reales son barridos detrás del decorado, éste tiene que ser cada vez más grande, desaforado y desconectado de la realidad. Y así el crecimiento de los problemas de Rusia -la sustitución del capitalismo por una versión mafiosa, la corrupción, la ausencia de instituciones neutrales, la virtual inexistencia de estado de derecho, la inequidad, la falta de oportunidades- provocaron el diseño de un nuevo macrodecorado, una nueva superproducción protagonizada por una Rusia que pretendía ser imperio «desde Lisboa a Vladivostok». Una siniestra ficción que determinó la invasión real de Ucrania.
Es obvio que la dramaturgia no es exclusiva del Kremlin, y que también Sánchez ha basado su permanencia en Moncloa en la sustitución de la realidad por una película bastante kitsch. Él también aspira a incluir todo en el sanchismo (de momento ya lo ha hecho con la Fiscalía, el Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado, el CIS y el Banco de España), ha convertido el Parlamento en atrezzo, ha incorporado a un humorista oficial a la televisión pública, e incluso intentó en su momento -con distinto grado de éxito- incorporar a la oposición de Casado y Arrimadas. Tengo la esperanza de que al final esta destructiva fantasmagoría fracase por tres razones. Porque España no es aún una dictadura como Rusia, porque ni Redondo ni Sanmartín son Surkov, y –sobre todo- porque es inmanejable una superproducción que asigna a más de la mitad de los españoles -¡la temible ultraderecha!- el papel de malos.