Mis padres son abuelos muy cariñosos con sus nietos. Lo son ahora, que los chicos y chicas rondan o superan los veinte años, y lo eran antes, cuando las criaturas no levantaban un metro del suelo y paseaban en carrito. Han disfrutado de los nietos a todas las edades, pero las situaciones que más recuerdan se dieron antes de cumplir los diez años. Muchos de esos recuerdos son simples conversaciones, lógicas para un niño y surrealistas para un adulto. Supongo que por eso mi padre me dijo hace tiempo que hay anécdotas de los nietos que sólo se deben comentar entre abuelos, porque el resto de la humanidad podría pensar que chocheas. He llegado a la conclusión que con los perros sucede lo mismo.
Escribo estas líneas frente al mar Cantábrico. Cuando vuelo a Bilbao desde Palma tardo poco más de dos horas en estar disfrutando de una de las playas más bellas del norte de España. El miércoles pasado empleé un día completo de mis vacaciones, unas quince horas entre barco y coche, para llegar hasta aquí. Viajé con mi perra labrador en una de las pocas navieras que permiten llevar mascotas en tu propio camarote. La escogí precisamente por ese servicio, aunque el horario del trayecto no era el mejor.
Al final de la tarde desembarcamos con el coche en el puerto de Barcelona, y cuando llevaba algo más de trescientos kilómetros conduciendo, Mali, que fue durmiendo todo el tiempo, levantó la cabeza por primera vez justo cuando aparecía a lo lejos la Basílica del Pilar iluminada en la noche zaragozana. La miré sonriendo por el retrovisor y pensé: este esfuerzo sólo lo puedo explicar a personas que tengan perros, o pensarán que estoy loco. Y aquí estoy, contándolo en esta página.
Desde hace unos años algunos de los momentos más felices de mis vacaciones coinciden con los momentos de felicidad de Mali. Es difícil explicar el bienestar emocional que me produce su alegría cuando la veo correr por la playa al amanecer, sus saltos en el agua, el movimiento loco de su rabo y su expresión agradecida cuando volvemos a casa para desayunar. Hace tiempo que comprobé que dar felicidad provoca felicidad. Es algo que me había sucedido, y afortunadamente me sigue sucediendo, con algunos seres humano, pero no a diario, ni con tanta intensidad, ni de una manera tan incondicional como es capaz de transmitir Mali. Suena chiflado, pero es lo que siento.
El famoso Mindfulness, esa técnica para focalizar la atención en el momento presente, arranca de tradiciones budistas con 2500 años de antigüedad. Si no conociera el dato pensaría que fueron los perros los que inventaron esa filosofía de vida. El éxtasis de un perro olisqueando la brisa marina con los ojos cerrados es una imagen pura de la felicidad, y por eso mismo de una sabiduría simple. Aquí y ahora, no hay nada más. Mali disfruta de cada paseo, de cada carrera, de cada baño en el mar, como si fuera el primero de su vida, o el último. ¿No es eso la conciencia plena?
Dado que viven menos que los humanos, uno llega a pensar que los perros llegan aprendidos a este mundo porque tienen menos tiempo que perder. Su reloj epigenético avanza mucho más rápido que el nuestro, y eso les impide detenerse en problemas que en realidad no lo son. Como los grandes meditadores, Mali no juzga. Cuando tengo un mal día, por la noche se limita a poner su cabeza sobre mi pie que descansa en la alfombra. Si me incorporo del sofá para observarla ella lo nota. Entonces abre los ojos y me dice con la mirada: tranquilo que mañana saldrá el sol, y saldremos de paseo.
La ciencia ha demostrado la importancia para la salud mental de esa “memoria del presente”. El psiquiatra Enrique Rojas lo expresa de otro modo cuando afirma que “las claves de la felicidad son una buena salud y una mala memoria”. Es un espectáculo contemplar la energía y la agilidad de Mali cada vez que le lanzo un palo. Ella lo trae de vuelta alegre y sin recordar que hace un minuto la regañé por algo. Debe de pensar que conmigo todo le compensa porque es feliz. La pobre no se da cuenta de lo feliz que me hace.