En la antigua Roma una de las condenas más graves que podía sufrir un personaje público, después de su muerte, era la denominada Damnatio memoriae, o “condena de la memoria”. Se trataba de condenar el recuerdo de los considerados enemigos más allá del fin de sus días. Se ejecutaba destruyendo documentos, inscripciones, imágenes o monumentos que recordasen al condenado.
Por supuesto, muchos emperadores se vieron afectados por esta práctica, de la mano de sus sucesores, que quizás también fueron sus asesinos, aunque con más frecuencia era utilizada, por el nuevo Cesar, para atribuirse las mejores obras del “cancelado”, dado lo pobre de su propio mandato, o para intentar eliminar cualquier tipo de oposición. El objetivo declarado de esta práctica era privar, al condenado, de la común aspiración de ocupar un lugar relevante, y quizás glorioso, en la historia. Precisamente por ello, se consideraba uno de los castigos máximos, pues podría incluir la prohibición de que sus descendientes heredarán incluso el nombre.
Sin embargo, la efectividad de tal medida resultó ser mayoritariamente dudosa, sobre todo, por lo difícil que resulta penetrar en la mente y los recuerdos de las personas que se formaron una opinión directa sobre el condenado, tal vez por haberlo conocido directamente, o por tener noticia de su trayectoria y obras a través de personas allegadas. Sobre todo, cuando el personaje a olvidar ocupó la principal magistratura del imperio o algún escaño senatorial. Sin ir más lejos, esto es lo que acabó ocurriendo con el recuerdo del brillante general Marco Antonio, a pesar de haber experimentado tal castigo.
La historia se repite una y otra vez, de manera que son muchos los investigadores que consideran que está práctica ni tan siquiera nació en Roma, sino que es mucho más antigua. De hecho, actualmente se sabe que los asirios, los hititas, los babilonios, los persas y los egipcios la implementaron. Es decir, se trata de una fórmula que utilizan aquellos que pretenden ejercer el mayor grado de poder, sin las limitaciones propias de las modernas democracias.
Por supuesto, también existió una versión totalmente alternativa consistente en elevar a la categoría de divinidad a algún personaje pretérito, preferentemente si era un emperador popular de una época cuyo recuerdo podría contribuir a legitimar a quien se auto considerarse heredero. Tal fue el caso de Julio Cesar de quien no sólo se erigieron estatuas por doquier, sino incluso templos. Siempre se narraban sus virtudes y se silenciaron sus defectos.
Más tarde los papas, como obispos de Roma, siguieron aplicando estas prácticas manipuladoras de la historia, llegando a exhumar algún cadáver de algún pontífice anterior para someterlo a juicio y así condenarlo con una supuesta mayor autoridad. También es conocido el caso de la papisa Juana quién ocupó la más alta silla curul, haciéndose pasar por varón, hasta que un parto, en medio de una procesión, la delató. Esta última historia, tal vez no sucedió nunca, y se trata de una leyenda que le interesó difundir a algún Santo Padre.
Con la ilustración, el estudio de la historia toma un derrotero muy diferente, los historiadores devienen científicos objetivos dedicados a rastrear los hechos auténticos acaecidos en el pasado. Su labor suele ser silenciosa quedando plasmada, principalmente, en textos y escritos que no siempre están al alcance del gran público.
No obstante, tras la consolidación de los estados-nacionales, surgen gobiernos que pretenden monopolizar los sistemas escolares. Lo que los llevará, en los casos más flagrantes, a intentar fundamentar en la historia su ostentación del poder a través del control de los libros de texto, sin inmortales si lo riguroso de lo en ellos narrado.
En España el nacionalismo practicado por Franco y, posteriormente, el de los catalanes y vascos serán los grandes ejemplos de este tipo de prácticas. Luego tuvimos a Zapatero, a quien su nula destreza económica le impidió, seguramente, llegar más lejos. Ahora, tenemos a Pedro Sánchez.