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Cabalgan en la contradicción

Por Gregorio Delgado del Río
sábado 13 de julio de 2024, 05:00h

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El pasado 4 de julio de 2024, Marc González, en su colaboración habitual en UH, reflexionó sobre la realidad social y eclesial que apreciaba en Baleares. ”Estamos perdiendo, decía, el bagaje cultural que desde la Conquista ha ligado a una generación tras otra”. Yo diría que ya se perdió hace tiempo. Las evidentes manifestaciones del declive eclesial son múltiples, aquí en Baleares y en toda la Iglesia universal. ¡Esta es la realidad!

Se aprecia en su interior una muy profunda crisis de fe y moral, difícilmente remontable. Es evidente la división (polarización extrema) que, para escándalo de muchos, viene caracterizando el ministerio de Francisco. Olvidan, irresponsablemente, unos y otros, el Evangelio de Jesús: “Todo reino escindido queda asolado, y ninguna ciudad o casa escindida quedará en pie” (Mt 12, 25; https://www.religiondigital.org/vaticano/Sectores-tradicionalistas-abiertamente-pontificado-Francisco_0_1512448781html).

En la Carta al pueblo de Dios que peregrina en Alemania (19 de junio de 2019) -su contenido es válido en toda la Iglesia- , Francisco subraya que es “doloroso… constatar la creciente erosión y decaimiento de la fe con todo lo que ello conlleva no sólo a nivel espiritual sino social y cultural. (…). Un deterioro, ciertamente multifacético y de no fácil y rápida solución, que pide un abordaje serio y consciente”. Todos sabemos que se ha dado “una caída muy fuerte de la participación en la Misa dominical, como de la vida sacramental” (Ibidem). Al respecto, se podría aludir también, como expresiones claras del deterioro de la vida eclesial, a la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas, al hecho de no generar ya cultura en la sociedad, a la tendencia proclive a entender la institución eclesiástica como prescindible y a no interesar su función y misión más que a una minoría minoritaria, a vivir la vida real al margen del Evangelio pues la gente común no parece que quiera abdicar de sus convicciones laicas y de haber abrazado, como firme creencia, la idea de ser dueño de su destino y de su vida, etc. etcétera. Quizás podamos condensar este decadencia generalizada en la expresión ‘marginar el evangelio’ (José María Castillo), que evoca y suena a verdadera corrupción institucional.

El compañero, cuyas reflexiones me sirven de itinerario seguro, habla que, por estos pagos mediterráneos, “vivimos un trepidante proceso de laicización al que no es para nada ajena la artrosis sistémica de la Iglesia católica como institución para obrar una transformación que permitiera que su mensaje -su ‘buena noticia’- siguiese presente entre las nuevas generaciones” (Marc González).

A ese respecto, se debe subrayar, en mi opinión, que laico o secular no es, ni mucho menos, opuesto a católico. En efecto, “el secularismo es una visión del mundo muy positiva y activa, que se define por un código de valores coherente y no por oposición a esta o aquella religión” (Harari, 21 lecciones para el siglo XXI, Debate, 2018, pág. 227). El problema, por tanto, no deriva de la existencia de la laicidad. “La cultura laica, ha dicho Díaz-Salazar, es aquella que, en una primera etapa, se emancipa de la teología y del pensamiento religioso y se basa en el primado de la razón. (…) su núcleo esencial es el método racional y por lo tanto, es antifideísta y antidogmática. Se basa en el libre pensamiento, en la autonomía moral individual y en la libertad de conciencia” (España laica. Ciudadanía plural y convivencia racional, Espasa, 2008, pág. 17). ¿Por qué ver maldad en esta posición? La laicidad no ha impedido ni tampoco sirve como excusa justificadora de los errores de la Iglesia católica a la hora de anunciar el evangelio.

El proceso secularizador, con todos sus positivos efectos de progreso en todos los ámbitos, hizo, felizmente, acto de presencia en la sociedad moderna e impulsó, con sus luces y sombras, lo que se conoce como civilización occidental. La Iglesia, en su permanente actitud desde la Contrarreforma, permaneció sin modificar un ápice tal posición a la defensiva. No quiso hacer acto de presencia, más que para oponerse y condenar los valores de la modernidad así como a la orientación y al impulso de los grandes movimientos sociales surgidos a su amparo. Es más, ni siquiera supone estar atenta a los signos de los tiempos y aprovechar la gran oportunidad que la secularización puso en sus manos.

Lejos de presentarla “como un enemigo mortal del cristianismo” (Pablo VI), “…la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de ‘Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ en vez de una pérdida de fe y trascendencia o un nuevo y enfático interés en las cosas de este mundo” (Hannah Arendt, La condición humana, pág. 282. La 1ª ed. es de 1993). ¡Una pena! No se tuvo el coraje de devolver al César lo que es del César (Mt 22, 21). Pero, tampoco, se tuvo el coraje de centrar su misión en lo que es de Dios (Ibidem).Todavía, a estas alturas, no se ha resuelto tan importante cuestión. Sigue anclada en el error.

Lamenta, por último, mi compañero de profesión que, hace treinta o cuarenta años, no se acometiese “una profunda reforma estructural” necesaria. A decir verdad, tal pretensión hubiese supuesto, en aquel entonces, pedir peras al olmo. La Iglesia, a pesar del Vaticano II, estaba empeñada en neutralizar su espíritu reformador y en volver al pasado (tendencia restauradora de Juan Pablo II y Benedicto XVI). Es más, aunque se hubiese realizado dicha reforma estructural, tampoco hubiese sido eficaz. El problema era y es mucho más de fondo: en qué, cómo o dónde se pone la confianza al evangelizar. Su análisis lo dejo para otra ocasión, si bien insinuaré que aparecen aquí diferentes riesgos y tentaciones que pueden dar al traste con cualquier reforma estructural al propiciar un sentimiento de frustración.

Se trata, sin duda, de ser coherentes con la respuesta inicial a la llamada de Jesús. Es necesario, en consecuencia, como ha dicho Francisco, “tomar contacto con aquello que en nosotros y en nuestras comunidades está necrosado y necesita ser evangelizado y visitado por el Señor. Y esto requiere coraje porque lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional” (Carta, cit., n. 5). ¿Cuándo lo entenderán en la Iglesia? ¿En qué, en concreto, hay que poner el acento?

Muy sencillo. La Iglesia necesita una reforma que tiene que comenzar con la “reforma de nosotros mismos” y “a la luz del Evangelio” (Ibidem, n. 5). “Solo podremos renovar la Iglesia desde el discernimiento de la voluntad de Dios en nuestra vida diaria. Y emprendiendo una transformación guiados por el Espíritu Santo. Nuestra propia reforma como personas, esa es la transformación. Dejar que el Espíritu Santo, que es el don de Dios en nuestros corazones, nos recuerde lo que Jesús enseñó y nos ayude a ponerlo en práctica. Empecemos reformando la Iglesia con una reforma de nosotros mismos. Sin ideas prefabricadas, sin prejuicios ideológicos, sin rigideces sino avanzando a partir de una experiencia espiritual, una experiencia de oración, una experiencia de caridad, una experiencia de servicio” (Video del Papa. Agosto 2021). ¡Qué lejos se encuentran!¡Cabalgan en la contradicción!

Gregorio Delgado del Río

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