Siempre soñé con ser un tipo duro, pero duro de verdad, como Clint Eastwood en la saga de Harry el Sucio, como John Wayne en la mayor parte de sus películas del Oeste o como Kurt Russell interpretando a 'Serpiente' Plissken en 1997: Rescate en Nueva York. Pero me temo que hasta ahora nunca lo he podido llegar a conseguir.
De hecho, incluso me hubiera encantado poder decirle alguna vez a algún malhechor «Anda, alégrame el día», como hacía el inspector Harry Callahan en Impacto súbito al encontrarse frente a frente con un atracador y empezar a apuntarle con su Smith & Wesson del calibre 44. Pero ni siquiera dispuse de una pistola de agua playera cuando era un niño.
En realidad, yo creo que lo tuve ya muy difícil desde el principio, cuando aún era un bebé y recién empezaba a gatear. Mi añorada madre me solía contar que cuando en aquella época alguien me veía en la cuna o en el parque, solía exclamar de manera invariable: «¡Qué niña más guapa!».
La réplica de mi madre era entonces siempre la misma: «¡Es un niiiiiiiiño!». Lo decía normalmente de manera sosegada y tranquila, pero marcando mucho la 'i', como queriendo subrayar un cierto cansancio aclaratorio en esa cuestión tan concreta.
Por suerte para mi madre, y no sé si también para mí, la cosa se fue recomponiendo poco a poco en mi infancia, en mi adolescencia y, sobre todo, en primera juventud, en donde me esforzaba cada día por dar a los demás una imagen lo más dura y presumiblemente masculina posible. Baste decirles que iba vestido casi siempre como un verdadero cowboy de Ohio o de Arkansas, portaba barba de dos días, no me quejaba por nada y era muy poco hablador.
Yo creía que así acabaría conquistando finalmente a alguna chica, por ese toque algo misterioso y rudo con el que me adornaba, pero cuando el amor llegó por vez primera a mi vida, ya en la treintena, lo hizo por un camino del todo inesperado.
«Usted es como un pequeño colibrí», me solía repetir mi primera novia, una excelente persona con la que casi siempre nos tratábamos de usted, no sé ahora muy bien por qué. Nunca le llegué a preguntar por qué me veía como a un colibrí, a pesar de que era una imagen curiosa y tierna que me gustaba bastante. Tal vez se lo acabe preguntando finalmente algún día.
Con los años, distintas personas también muy queridas me fueron comparando de manera sucesiva no con Jason Statham o con Gerard Butler, como hubiera sido mi deseo, sino con un duendecillo —por mi columna de 'Los duendes de la ciudad'—, una ardilla, un koala, un personaje de las tiras cómicas de Charlie Brown —el desamparado Linus con su manta—, una tortuga viajera, un osito de peluche o incluso un bebé.
Como ven, nadie me comparó nunca con un animal marino, a pesar de que la mayoría de ellos son muy ricos en proteínas, en vitaminas y en Omega 3.
Tal vez por ello, si ahora mismo me preguntasen qué me gustaría ser en este momento concreto de mi existencia, creo que posiblemente diría que un pez, apoyando mi respuesta en tres estrofas de Burbujas de amor, una de las canciones más hermosas del maestro Juan Luis Guerra y 4.40.
«Quisiera ser un pez/ para tocar mi nariz en tu pecera,/ y hacer burbujas de amor por donde quiera./ Ohhh, pasar la noche en vela, mojado en ti», sería la primera estrofa, mientras que la segunda sería: «Un pez/ para bordar de corales tu cintura,/ y hacer siluetas de amor bajo la Luna./ Ohhh, saciar esta locura, mojado en ti».
A continuación, vendrían los coros de 4.40, «shururu, ah, ah,/ shururu, ah, ah, ahhhhh», para dar de nuevo paso a Juan Luis Guerra, que concluiría romántica y sensualmente de este modo: «Una noche, para hundirnos hasta el fin./ Cara a cara, beso a beso./ Y vivir por siempre mojado en ti».
Seguramente, lo de llegar a ser algún día un pez no será nunca posible para mí, como no lo fue antes tampoco haber podido ser un tipo duro y compacto. Pero al menos me quedará siempre el consuelo de que en el pasado pude llegar a ser alguna que otra vez un duendecillo, un koala, un osito de peluche o un pequeño colibrí.