Cuando era joven pensaba que las formas en el debate estaban sobrevaloradas, y que en cierto modo eran un parapeto que se buscaban las personas incapaces de sostener sus argumentos con la suficiente convicción. Nunca pensé que valiera todo en una discusión, pero percibía en algunos, y algunas, la tendencia a provocar para reventar una disputa que no podían mantener atendiendo a razones. Me parecía un truco barato, y me negaba a aceptar que la táctica de subir la tensión de manera premeditada pudiera acarrear beneficios al instigador de la bronca, que de camorrista pasaba a convertirse en víctima. Con la edad y unas cuantas ostias en la vida he aprendido el error. Las formas importan, y perder los papeles te despoja de toda razón.
Tiene su gracia que algunos de los que esta semana denuncian la conducta impresentable de Gabriel Le Senne como presidente del Parlament hayan callado y callen como puertas ante otros episodios violentos de acoso e insultos a adversarios políticos. Pero también es verdad que Le Senne es la segunda autoridad de Balears, y el cargo conlleva una serie de responsabilidades añadidas que no afectan a un ciudadano anónimo, o a un diputado raso.
Cualquiera que haya tratado en persona a Le Senne sabe que es un hombre tranquilo y educado. Su gesto violento no tiene justificación, y sólo encuentro dos explicaciones: la primera, que la creciente tensión política le haya vencido y no sea capaz de controlar sus reacciones. La segunda, que se haya contagiado del manifiesto autoritarismo, de palabra y de acción, que exhiben algunos de sus compañeros de partido. Lo peor del asunto es que ambas explicaciones no son excluyentes. Puede que a Le Senne se le haya ido la olla, y además haya adquirido un peligroso sentido patrimonial de la institución: se sienten, coño.
Tiene razón Le Senne cuando dice que todos los miembros de la Mesa del Parlament, y no sólo su presidente, deben garantizar la neutralidad de los debates. Pero la simbología de su manotazo es tan potente que silencia los argumentos y anula los artículos del reglamento que los amparan. Dice mucho de él como persona su petición de disculpas por el arrebato, públicas y privadas, pero es que llueve sobre mojado.
A uno le apetecía hacer la gracia y referirse al presidente del Parlament como Gabriel Le Penne. Sucede que Marine Le Pen, que casi con toda seguridad va a ganar las inminentes elecciones legislativas en Francia, se parece políticamente a Gabriel y otros dirigentes de VOX como un huevo a una castaña. La líder de la Agrupación Nacional lleva años exhibiendo en su discurso la laicidad republicana frente a cualquier reivindicación político-religiosa.
Para Le Pen la soberanía nacional se sustenta en la igualdad de los ciudadanos, por tanto optar desde lo público por cualquier religión es incongruente con los valores de la democracia. Mientras tanto en España, Jorge Buxadé comparece ante los medios sin corbata, con la camisa desabrochada y exhibiendo un crucifijo justo por debajo de una nuez que se mueve al ritmo de sus palabras, a menudo amenazantes. Gabriel Le Senne no transmite esa imagen testosterónica, pero también ha protestado con vehemencia porque se exhiba en “su” Parlament un día, repito, un día, la bandera arcoíris del colectivo LGTBI.
Tengo escrito hace tiempo que los edificios públicos son de todos. Por eso mismo deben ser neutrales, y sus fachadas no pueden convertirse en un gigantesco corcho donde exhibir reivindicaciones partidistas, y menos aún de manera permanente, como fue aquel abuso de las esteladas y los lazos amarillos. Sucede que, aunque les moleste a los meapilas, ser homosexual, lesbiana o trans no supone quedar automáticamente adscrito a ninguna ideología política. Abascal, Buxadé, Le Senne y compañía podrían preguntar a sus votantes con quién se acuestan, pero corren el riesgo de llevarse un disgusto.