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¿El síndrome del nuevo rico?

Por José Manuel Barquero
domingo 16 de junio de 2024, 04:00h

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A unos kilómetros de distancia parecía que acercarse el fin del mundo. Una negrura dramática invadiendo el cielo mallorquín un mediodía de junio funcionaría como excusa para un artículo apocalíptico. Si la izquierda turismofóbica creyera en Dios lo explicaría así: un poder sobrenatural descargó su ira sobre el saturado aeropuerto de Palma en forma de agua torrencial. Pero los meteorólogos, que junto a los políticos son el gremio profesional que más espacio ocupa hoy en los medios de comunicación, nos chafaron el titular y la columna literaria. Fue una vaguada, no un castigo divino.

Dana, ciclogénesis, foehn, blizzard… los efectos del cambio climático también se aprecian en la cantidad de nuevos palabros que estamos aprendiendo. Los hombres y mujeres del tiempo nos ilustran a diario con su ciencia para que entendamos mejor fenómenos que vienen sucediendo desde el principio de los tiempos, pero que ahora se producen con más frecuencia e intensidad. Llueve, nieva, sopla el viento, hace frío, calor…

Sucede que hoy los satélites, además de ayudar a predecir el tiempo, permiten conectar en invierno a las nueve de la noche con un periodista tiritando en el puerto de Pajares, para contarnos en directo que hiela y nieva mucho. O contemplar a una redactora en el telediario del mediodía, sudando la gota gorda en julio junto a la Mezquita de Córdoba, mientras informa que se han alcanzado los 43 grados. De paso nos recomienda no hacer lo mismo que ella y quedarnos en casa durante las horas centrales del día, y beber mucha agua. El espectador que vive en Santander toma nota.

Esta obsesión reciente y creciente del periodismo y del público por la información del tiempo, extremo o no, merece una reflexión. En mi opinión tiene que ver con algo que sucede en nuestro cerebro. Cuando leemos o escuchamos mucho sobre un asunto tenemos la convicción de saber más de él. Esto activa automáticamente un segundo mecanismo mental por el cual percibimos un mayor control sobre ese asunto, y por tanto una capacidad para anticipar hechos más o menos fortuitos. El ejemplo de las enfermedades graves es el más claro, pero también sucede con las crisis financieras… y hablando del tiempo.

Entonces llega la realidad y nos muestra que a un oncólogo le pueden diagnosticar cáncer de páncreas, y que hubo brokers expertos que se arruinaron por culpa de Lehman Brothers. Un pesquero que trabaja en aguas de Terranova está diseñado para soportar tempestades espantosas, pero en determinadas circunstancias se puede hundir. Una aeronave moderna es capaz de recibir el impacto de un rayo en pleno vuelo, pero una concatenación de fatalidades lo puede estrellar. Del mismo modo, medir cada vez con más precisión y anticipación determinados fenómenos naturales nos induce a pensar que podemos mitigar sus efectos, que los podemos domesticar. Pero no es así.

El aeropuerto de Palma se inauguró en 1960. Por sus instalaciones han pasado centenares de millones de pasajeros, pero esta semana una violenta tromba de agua descargó en una hora más litros que el récord histórico de todo un mes de junio, y sonaron las trompetas del Apocalipsis. Se suspendieron las operaciones dos horas, afectando a un centenar de vuelos sobre los 900 programados para ese día. Algunos “expertos” se apresuraron a alertarnos que estaba construido sobre terrenos inundables. “Ya lo decía yo”, se leía entre líneas tras casi siete décadas operando Son Sant Joan sin una incidencia tan grave de este tipo.

Aquí se confunden las imágenes tercermundistas de la zona comercial y las terminales recibiendo agua como si no hubiera techo sobre ellas, con unas pistas de aterrizaje anegadas por un fenómeno meteorológico excepcional, con puntas de intensidad de 90 litros por metro cuadrado. ¿Existe un sistema capaz de drenar semejante masa de agua en tan poco tiempo? Si existe, ¿cuánto vale? ¿nos lo podemos permitir o nos da igual porque lo tiene que pagar AENA, o sea, Madrid?

Más no valdría exigir unos edificios en el aeropuerto que no parezcan barracas con techos de cañizo, en vez de intentar ser dioses capaces de dominar una naturaleza que en ocasiones se muestra imparable. Uno viaja de vez en cuando y observa el estado lamentable de algunas infraestructuras aeroportuarias en países con un PIB per cápita superior al de España. Cuando escucho las críticas furibundas, sin matices y casi unánimes por el caos sufrido el pasado martes en Palma, me pregunto si el síndrome del nuevo rico no provoca en nosotros estragos superiores al de una vaguada.

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