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Estos no son mis hermanos

Por José Manuel Barquero
domingo 09 de junio de 2024, 04:00h

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El filósofo y novelista francés Julien Benda es conocido por publicar en 1927 una crítica demoledora a los intelectuales que abandonan la ética y la razón para convertirse en furibundos milicianos al servicio de un partido político. En La traición de los intelectuales reivindicaba la defensa de ideales superiores a cualquier ideología, como la verdad, la justicia o la libertad. Venía a decir que se puede ser de izquierdas o de derechas, pero resulta inmoral taparse boca y nariz para tragar con todo. Un siglo más tarde no puede ser más pertinente su reflexión.

Poco después Benda escribió una pieza menos leída que aquel libro, pero igual de lúcida. En 1933, el año en que Hitler fue nombrado canciller de Alemania, publicó su Discurso a la nación europea, un entusiasta alegato en favor de una Europa unida capaz de evitar los errores que condujeron a la Primera Guerra Mundial. En ese texto Benda explica que el nacionalismo se compone de dos “movimientos sucesivos”.

El primero lleva al individuo a tomar conciencia de un algo común con otros: un aspecto físico parecido, hablar el mismo idioma, o compartir una cultura, unos valores o unas creencias religiosas. Es la fase romántica del proceso, intachable, porque se diluye el egoísmo renunciando al deseo de ser una persona única y diferenciada de todas las demás. Benda afirma que en esta etapa altruista del proceso, el nacionalista está diciendo: “estos son mis hermanos”.

Pero aún sin concluir ese movimiento de exaltación de lo común surge el deseo apremiante de “trazar un círculo alrededor de sí mismo y de los que no son como él”. El nacionalista recupera entonces la voluntad individual, pero sólo para ejercerla en nombre del grupo al que pertenece y señalar a los que se quedan fuera del círculo: “estos no son mis hermanos”. Para Benda, el auténtico nacionalismo, el que se basa en una identidad o en una lengua, no puede evitar este segundo proceso.

Esta es la amenaza que se cierne de nuevo sobre nosotros, la de los círculos que representan las dos fuerzas que tratan de centrifugar Europa. La de los nacionalismos irredentos, que intentan horadar los Estados miembros desde dentro, y la de la extrema derecha, que pretende transformar las instituciones europeas, también desde dentro, ganando votos con un discurso populista, iliberal y xenófobo. No es casualidad que, salvo en el caso de la italiana Meloni, los amigos de toda esta tropa sean los enemigos de una Europa fuerte, unida y solidaria, con Putin al frente de todos ellos.

Una nación política europea, por imperfecta que sea, siempre será preferible a una nación étnica de círculos, trincheras y muros. La UE necesita una serie de reformas profundas para afrontar los retos de un tiempo incierto y turbulento, pero negar que desde 1945 a los países de Europa les ha ido mucho mejor juntos que separados es una estupidez de tamaño continental. Ocultar que ese progreso históricamente se ha construido desde la moderación y el consenso entre democristianos, liberales y socialdemócratas, es engañar a los votantes.

Por eso Jean Monnet, uno de los ideólogos de la integración europea, hablaba de unos Estados Unidos de Europa. Por eso Habermas apuntaba la necesidad de crear la ilusión de una identidad común. Por eso es necesario que los sistemas educativos incluyan una historia colectiva de Europa, para refutar aquella broma de Jaques Delors cuando decía que la UE es un OPNI, un objeto político no identificado.

Los postulados del independentismo y la extrema derecha a veces confluyen y a veces no, pero los peligros que suponen para el proyecto europeo comparten la misma naturaleza disolvente. Esto es incómodo de reconocer para quien ha diseñado una estrategia de pactos con personajes que creen en Europa mientras no se modifique la euroorden que les ha permitido burlar la acción de la justicia inflándose a mejillones.

Es una incongruencia y una tomadura de pelo abrazarte en tu país al nacionalismo más radical para alcanzar y mantener el poder, mientras en Bruselas te eriges en el valladar contra la internacional ultraderechista. La decisión de Pedro Sánchez de levantar un muro frente a cualquier partido que no le garantice seguir siendo el puto amo, supone una praxis política tan alejada de la tradición europeísta como las de Le Pen, Orban o Abascal. Por sus hechos los conoceréis. Más allá de sus discursos y del programa electoral, Sánchez ha convertido al PSOE en un partido antieuropeo.

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