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La industria del petróleo salvó a las ballenas: ciencia y sociedad

Por Pep Ignasi Aguiló
martes 04 de junio de 2024, 05:00h

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Esta semana tenía intención de componer otro texto cuando leí, en este mismo digital, a García Bustos con su artículo titulado “El capitalismo salva más árboles que el ecologismo”. Inmediatamente recordé el ejemplo compartido entre los profesores de economía “La industria del petróleo salvó a las ballenas” sosteniendo que el petróleo, en manos de emprendedores como Rockefeller, se convirtió en “recurso económico” (antes no lo era) justo a tiempo para salvar a las ballenas de la extinción; pues la grasa de esos enormes animales se estaba utilizando tanto para producir luz artificial como lubricante industrial.

Por su parte, el automóvil, con motor de combustión interna, apareció justo cuando las ciudades comenzaron a iluminarse con bombillas eléctricas. De manera que la demanda del moderno “oro negro” quedó asegurada. Las calles de Nueva York, paulatinamente, dejaron de ser una pocilga de deposiciones de caballo. Luego vino la fabricación de productos de plástico que evitaron el empleo de muchos recursos animales, como, por ejemplo, el marfil masivamente usado en la producción de muchos objetos.

Y es que, efectivamente, como explica Bustos en su relato, los recursos naturales son, o no, económicos en función de los conocimientos y formas de vida de cada época. Por eso difícilmente puede afirmarse que sean limitativos, y mucho menos, que condenen a la humanidad a una especie de estancamiento o declive económico.

Ciertamente, el crecimiento económico es algo muy reciente en la larga historia de la humanidad. Quizás por eso, siempre ha producido algo de vértigo. Así, Thomas Malthus, como sucesor de Adam Smith, fue el primero en afirmar allá por el año 1799 que la limitación de las tierras de cultivo nos conduciría al “Estado Estacionario”; un escenario de miseria y depravación asociado al aumento demográfico derivado del nuevo fenómeno del progreso. Sin embargo, Alejandro Humboldt, viajando por el inmenso Perú, en compañía del científico local Mario Rivero, descubrió el poder del guano como fertilizante.

La caca de las gaviotas, murciélagos y otras aves, pasó a ser el “moderno oro” durante casi un siglo. Hasta que su insuficiencia forzó la aparición de los fertilizantes artificiales. Los pronósticos del reverendo Malthus no se cumplieron, pues en su época la humanidad la formaban únicamente algo más de 900 millones de personas.

Cuando Darwin publicó su “El origen de las especies” en 1859, la población europea se había prácticamente duplicado, respecto a la del inicio de siglo, y la mundial era casi un 30 por ciento superior. En cualquier caso, el insigne evolucionista dedicó su libro a Malthus, pues consideró que las especies animales tienen comportamientos similares al de los agentes económicos británicos. ¡Había nacido la ecología!... como hija de la economía capitalista.

Casi al mismo tiempo otro prominente inglés, William Stanley Jevons, publicó su “La cuestión del carbón” en donde sustituyó el cuello de botella agrícola de Malthus por el del carbón, por ser el recurso esencial para el mantenimiento del progreso de su época. Sin embargo, su prematura muerte sólo le brindó la oportunidad de bosquejar la incipiente introducción del petróleo.

Por supuesto, no pasaría demasiado tiempo para que nuevos ilustres pensadores señalasen al líquido combustible fósil como nuevo elemento limitador. Así que, cómo la historia se repite una y otra vez, ahora, y el petróleo no parece llegar a su fin, surge la limitación climática. Por todo ello, la pregunta es ¿Por qué no aprendemos de la mayor reserva de conocimiento que tenemos, esto es, de nuestro pasado?

En mi modesta opinión es porque cambiar el pasado es más difícil que el presente o el futuro, una hazaña sólo al alcance del poder establecido. ¡Las ideas tienen consecuencias! Configuran un tipo de sociedad con una determinada estructura de poder. De esta forma, la ciencia económica, que siempre ha fluido por cauces anglosajones, hace mucho tiempo que eligió como padre fundador al británico Adam Smith, casualmente cuando las nuevas formas del imperio británico estaban a punto de eclosionar tras la pérdida de los Estados Unidos.

Alternativamente, Jean Baptista Say fue un pensador mucho más fino, completo, ordenado y coherente que el escocés y que su descendiente intelectual Malthus, pero era francés. La Revolución Francesa, con su sanguinaria guillotina, condujo a su país, -y a la capacidad de influencia de sus más brillantes mentes disidentes-, a muchos años de decadencia relativa y cancelación.

Por ello sostengo que, si tal vez, los economistas lo hubiésemos convertido al galo en nuestro padre más legítimo, otro gallo nos cantaría. Pues, sin duda ninguna, la ciencia influye en la sociedad, pero mucho más influye la sociedad en la ciencia. No deberíamos olvidarlo en estos tiempos de comités de expertos de la ONU y Agenda 2030.

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