www.mallorcadiario.com

Presupuestos públicos y la reforma administrativa

Por Pep Ignasi Aguiló
martes 28 de mayo de 2024, 03:00h

Escucha la noticia

El establecimiento de la gestión presupuestaría pública data de los inicios del siglo XIX, se fue generalizando como una conquista política para garantizar una actuación administrativa eficaz y transparente. De hecho, gracias al presupuesto las diferentes administraciones estatales pueden intentar racionalizar su actividad mediante la simple técnica de ajustar sus gastos a los ingresos supuestos. Es decir, en principio, permite elegir el destino de los recursos entre las diferentes alternativas.

Sin embargo, no se trata de una técnica exenta de problemas. Pues, para empezar, mientras que los ingresos son estimaciones más o menos bien realizadas (dependiendo de la honestidad del gobierno de turno), los gastos allí consignados se establecen como autorizaciones, es decir, derechos adquiridos. De esta forma, con el tiempo se establece una especie del “principio de consolidación”. Los presupuestos siempre se elaboran apuntando en primer lugar los gastos, para a posteriori, establecer los ingresos, ya que éstos son más susceptibles de contabilidad creativa.

La atención mediática sobre el debate presupuestario hace que el presidente, o el alcalde o el rector, de ese momento ordene que se utilice para “hacer política”. Los gobiernos de izquierda y nacionalistas están permanentemente deslumbrados por la rentabilidad electoral del gasto público publicitado -y de hecho así han conseguido gobernar durante mucho más tiempo-; mientras que los de derecha, -que les suelen suceder y heredar-, son incapaces de revertir la situación. En parte, porque increíblemente nadie parece interesarse en la liquidación presupuestaria.

Efectivamente, el “principio de consolidación" es perverso, pues hace prácticamente imposible la disminución de las partidas asignadas en años anteriores. Lo que significa que el margen para establecer nuevos servicios, o nuevos objetivos, es prácticamente nulo, a menos que se incremente la recaudación tributaria o se recurra al endeudamiento. Esto es lo que ocurre -entre otros muchos casos- con la financiación autonómica, pues, para alcanzar acuerdos, cada nueva ronda de negociación debe ir acompañada de una mayor presión fiscal sobre el sufrido contribuyente. Además, esta forma de actuar es la que lleva a los funcionarios, responsables de cada departamento, servicio o sección, a esforzarse en agotar las cantidades a ellos asignadas, se tenga o no necesidad de las mismas.

Por supuesto, en un ambiente inflacionario, las partidas de gasto corriente se fijan con sus correspondientes incrementos para evitar su disminución real. Así, cuando hay inflación, como durante estos últimos años, el contribuyente paga dos veces, una por la disminución del valor de su dinero y otra por el aumento del coste de los gastos públicos.

Por otro lado, del “estado en obras” que caracterizó a los primeros años de la democracia, y a los de la mayor asunción de competencias y poder por parte de las autonomías, se ha ido pasando inexorablemente en el “estado de los empleados públicos”. Un fenómeno que se debe a que las cuantías presupuestarias dedicadas inversiones no se consolidan, pues una vez terminada una obra no hay necesidad de conservar la partida correspondiente.

No obstante, un colegio no puede funcionar sin maestros, ni un hospital sin sanitarios, ni un puerto sin estibadores, ni tan siquiera un observatorio sobre temas menos materiales como la situación de la vivienda, de lengua o de mujer puede funcionar sin empleados. Por añadidura, en materia de inversiones, sólo tiene rentabilidad política inmediata la foto de la colocación de la primera piedra, pues la burocratización administrativa asegura que la inauguración del edificio, carretera, depuradora o aeropuerto se produzca en la siguiente legislatura. Todo lo cual genera un enorme sesgo a sub-invertir y a preferir el gasto corriente de efectos instantáneos.

La burocratización está relacionada con el “principio de desconfianza” que rige en la ejecución presupuestaria. Un principio que genera un gasto inmenso en control y fiscalización, con múltiples organismos superpuestos. No obstante, todos ellos se centran en el cumplimiento de las reglas establecidas, es decir, que lo que en realidad se controla es exclusivamente si el expediente cuenta con la documentación exigida. Nunca se fiscaliza ni la adecuación del servicio prestado, ni, por supuesto, la racionalidad económica del mismo.

De hecho, hay tal abundancia de controles caros y con tendencia a la parálisis que convierten a la administración pública en un paquidermo con dificultad para competir en un mercado abierto. Así, a nadie le tiene que extrañar que muchos proveedores exigen una “prima” sobre los precios de los contratos públicos, pues los riesgos de tal relación resultan evidentes. De hecho, son numerosas las empresas que acaban desapareciendo por haberles seducido la idea de convertir a algún organismo estatal en su principal cliente.

Por su parte, los interventores, funcionarios de la máxima cualificación profesional, se enfrentan todos los días al mismo dilema. Si atienden a la literalidad de la letra de las normas es posible que no autoricen ni el gasto, ni el pago correspondiente, paralizando el servicio, la compra o la asignación de fondos europeos; mientras que si muestran más flexibilidad estarán optando por una “tolerancia administrativa” que puede resultar legalmente riesgosa.

Abundando más en todo lo dicho hasta ahora, podemos observar cómo, más recientemente, los gobiernos de coalición, fruto del fin del bipartidismo, con frecuencia optan por no realizar presupuestos, prorrogando los anteriores. En parte por la dificultad de poner de acuerdo a las partes que los integran, pero también, por increíble que parezca, para tener margen de maniobra desde la presidencia.

En definitiva, la reforma administrativa y la racionalización de los presupuestos públicos, es una perentoria necesidad latente que en éstos últimos años ha permanecido oculta por la abundancia del crédito procedente de Frankfurt. Al mismo tiempo es la propia dinámica presupuestario-administrativa, junto a la del funcionamiento del sistema de partidos, lo que genera las mayores dificultades para abordarla.

Por ello, soy de la opinión que la mejor reforma que los ciudadanos podemos exigir al respecto es la de la reducción presupuestaria y administrativa. Desgraciadamente, sobre el Estado del Bienestar podría escribir un artículo parecido a este.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios