En el discurso inaugural de la Conferencia de Presidentes de Parlamentos de la Unión Europea, pronunciado en el Salón Gótico del Palacio de La Almudaina , en Palma de Mallorca, el Rey Felipe VI ha pedido que Europa se erija en una “referente moral”. Y lo ha hecho en un momento "en el que la historia nos devuelve la peor de sus caras", los conflictos que la acucian en Ucrania y en Oriente próximo. Ambos “interpelan nuestra conciencia como europeos”. Evidente.
Sin duda alguna, en Europa, en la antesala de unas inmediatas elecciones, es ahora “imperativo enfrentar verdades incómodas y tomar conciencia de la necesidad de rectificar” (Ana Palacio). En opinión de Felipe VI, Europa ha de “recordar la historia, aprender de sus lecciones y reivindicarlas”. Ello, ha dicho, “ayuda a construir un mundo mejor”. Sin duda alguna.
Estas atinadas palabras contienen un mensaje muy claro para todos, políticos y ciudadanos: Una permanente tarea para su ciudadanía, tan descuidada, olvidada y poco escuchada. Aquí reside, precisamente, el misterio del cambio futuro, individual y colectivo, que urge afrontar. Experimentar lo que Elías Canetti llamó “la pasión por el cambio”. Si ésta existe, actuará y será posible “captar lo que de reserva vital” hay en cada ciudadano y, a través de su participación, con la escucha debida de la clase política, descubrir expectativas, orientaciones y políticas, que ahora, casi siempre, se muestran embrolladas y confusas. Hablar de Europa, estimar su potencial de posibilidades, es, entre otras cosas, saber salir ileso en medio de un “politeísmo de valores, significados, tradiciones, costumbres e instituciones que nadie puede ignorar” (Claudio Magris), que ha de enriquecer a los ciudadanos de la Unión y, al mismo tiempo, liberarlos de los miedos, obsesiones y desconfianzas que suele suscitar.
Lo ha subrayado Felipe VI en estos términos: La "unión de todos los pueblos europeos en torno a unos valores compartidos es la nítida seña de identidad de una Europa que, a pesar de todas las dificultades e incluso de las frustraciones coyunturales, demuestra su fortaleza cuando se enfrenta a las adversidades". Muy oportuno recordatorio de la identidad y fortaleza europeas. Hablamos de la implantación y la vivencia efectiva, así como la defensa, de unos valores universales que, desde hace dos mil años, constituyen el fundamento mismo de la civilización occidental. Son “las leyes no escritas de los dioses”, como las llamaba Antígona, los mandamientos morales absolutos, verdades ‘evidentes por sí mismas’, que no deben ser olvidadas sino respetadas, incluso frente a los Estados miembros que tienden, demasiadas veces, a hacer cada cual la guerra por su cuenta. De esta tarea, del respeto efectivo de ‘las leyes no escritas de los dioses’, las instituciones europeas deberían ofrecer al mundo un testimonio claro e inequívoco. ¿Cómo, de otra forma, ser referente moral para el mundo y para los propios Estados de la Unión?
Si algo ha propiciado e impulsado, desde sus inicios, la cultura occidental ha consistido en “hacer hincapié en el individuo, antes que en la totalidad (…). Esta supremacía del individuo presupone el principio de igualdad en la dignidad e igualdad de derechos de todos los hombres y presupone por ende la recíproca tolerancia de las diversidades y el diálogo entre las culturas, entre sistemas de valores a veces incluso contrastantes” (Claudio Magris). Lo cual nos lleva o nos conecta, de modo indefectible, con la vigencia efectiva de los Derechos humanos.
A este respecto, a riesgo de dar pie a una cierta indignación en muchos, es obligado tener presente (Harari, Sapiens, págs. 121 y ss.) que siempre, si hablamos de derechos, nos movemos con ‘un orden imaginado’. “Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor” (Ibidem). Y, por supuesto, “un orden imaginado se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos (…). Requiere asimismo verdaderos creyentes” (Ibidem). Como, sobre la base de su experiencia de gobierno, dijo Talleyrand, “se pueden hacer muchas cosas con las bayonetas... menos sentarse encima de ellas”. Es evidente. No se puede hacer cumplir a los demás un orden imaginado, si ellos, sean policías, jueces, políticos, instituciones, demuestran en la práctica que no creen en él (Harari). No excluyan que mucho de esto le pueda estar pasando ahora mismo a Europa.
Quizás unos ejemplos puedan ayudar a la comprensión de la anterior reflexión. “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (Art. 3 DUDH). Sin embargo, se puede de hecho correr el riesgo, como atestigua la realidad diaria, de abrir una ‘vía de agua’ (Sosa Wagner) de consecuencias imprevisibles, que dé al traste con tal proclama moral universal. Se puede, no obstante el art. 3 de la DUDH, introducir, incluso a nivel constitucional (Francia), un derecho al aborto o incluir el acceso al aborto (Parlamento europeo) en la Carta de los Derechos fundamentales de la Unión europea. Se podrían multiplicar los ejemplos sobre el particular, como el caso de la eutanasia y el necesario respeto a la vida íntima de las ciudadanos.
Tales actitudes de los Estados de la Unión o del propio Parlamento europeo atentan y resquebrajan el fundamento mismo, la consistencia y la perdurabilidad, y hasta la función que han venido cumpliendo en el sistema: cooperar en orden a realizar un mundo mejor. Tales actitudes, de ordinario expresadas en forma de guerras particulares de los estados miembros, vía referéndums o no, se apartan de la necesaria creencia en esos valores morales universales y de la fidelidad que exigen, incitando a los ciudadanos a una especie de agnosticismo respecto de la esencia misma de Europa. Por este camino, ya iniciado, todo el edificio hasta ahora construido corre el riesgo de desmoronarse. Hay que neutralizar semejante tendencia.
Creo, efectivamente, que “el énfasis ya no está en ‘construir una Europa climáticamente neutra, ecológica, justa y social’ (…), ni en las metas ‘verdes’, sino en una ‘Unión fuerte, próspera y democrática’” (Ana Palacio). Habría que prestar atención a la llamada de alerta que emitió Macron, hace unos días, en la Sorbona: “Europa es mortal, puede morir (…) Tiene dudas sobre sí misma, no se quiere y hasta concibe su decadencia”.
Precisamente, porque está llamada a ser un ‘referente moral’, Europa debe estar muy atenta y solícita en testimoniar al mundo su pasión democrática, su amor por libertad y la igualdad, su voluntad de contención a todo autoritarismo. Frente a los populismos de derechas e izquierdas, frente a la deriva, hoy existente, del régimen democrático hacia un régimen autoritario (sin separación de poderes y control de todas las instituciones), Europa debe permanecer vigilante y no tolerar tales corruptelas de la democracia. Si no garantiza tan elemental aspiración ¿a qué nos referimos cuando hablamos de ser un referente moral?
La respuesta en las inmediatas elecciones europeas. Todos somos responsables. El futuro está en nuestras manos.
Gregorio Delgado del Río