Uno esperaba que la mayor biblioteca del mundo fuera un espacio de silencio y recogimiento, pero hay patios de colegio menos ruidosos que el vestíbulo de entrada a la Biblioteca del Congreso, en Washington. El edificio Thomas Jefferson, a escasos metros del Capitolio, alberga en números redondos 51 millones de libros escritos en 470 idiomas, 18 millones de fotografías, 6 millones de mapas y 77 millones de manuscritos. Son cifras apabullantes que no parecen impresionar a la bulliciosa chavalería que cada día visita este monumento nacional de los Estados Unidos. Esa marabunta escolar tiene una explicación.
La institución funciona como símbolo de algo que une a ciudadanos de diversa condición. Que el único requisito para registrarse como usuario de una biblioteca tan valiosa sea haber cumplido 16 años es una declaración de intenciones sobre su principal propósito. Se trata de demostrar que la educación y el conocimiento son los principales elementos niveladores en una sociedad tan desigual como la norteamericana. Lejos de considerar aquel lugar como un centro exclusivo de estudio e investigación para las élites, en esa biblioteca gratuita cabe todo el mundo, aunque haga ruido al entrar.
Esa idea abierta y representativa se repite en cada monumento y edificio público a lo largo de los casi cuatro kilómetros que separan el Capitolio del Lincoln Memorial. Por poner un ejemplo, cada mañana unos cientos de ciudadanos visitan la Casa Blanca. No sólo pueden acceder el día que se conmemora la Declaración de Independencia, o el de la toma de posesión del presidente, sino todos los días a pesar de la complicación que ello supone en uno de los lugares más vigilados del mundo.
Hace unas semanas que su actual inquilino, Joe Biden, emplea unas zapatillas ergonómicas para ganar estabilidad caminando y así evitar tropezones. Sus caídas dándose de bruces contra el suelo son demoledoras para la imagen del presidente del país más poderoso del mundo. Puestos a elegir, mas le valdría desplazarse en silla de ruedas, como Roosevelt, a la hora de enfrentarse en unas elecciones presidenciales a una bestia parda como Donald Trump.
Así las cosas, si entre lapsus y lapsus de memoria un octogenario tan decrépito como Biden mantiene alguna opción de derrotar a Trump, no es debido a las causas judiciales que cercan al candidato republicano, sino al recuerdo del asalto al Capitolio protagonizado hace cuatro años por los seguidores más fanáticos del ex-presidente. Una parte del electorado de Trump sigue avergonzada por aquel episodio.
Entre tanto el Museo Whitney de Nueva York inauguró este año su bienal de arte contemporáneo. En la terraza de su sexta planta se encuentra una de las obras más impactantes. El artista afroamericano y transgénero Kiyan Williams ha instalado una reproducción de la fachada norte de la Casa Blanca inclinada y hundiéndose, como si se la tragara la tierra. Para el autor representa una critica explícita a la debilidad de los mitos fundacionales, y para mí es una prueba de la esquizofrenia que asola el país. Williams no parece entender que son precisamente esas instituciones y una sociedad civil fuerte las que promueven la presencia de determinadas minorías en el arte de vanguardia hasta llegar a su sobre representación. Hoy un artista masculino, blanco y heterosexual lo tiene crudo para exponer en el Whitney.
Estados Unidos no se construyó sobre la base de una etnia, una religión o una lengua común. Lo común reside en las instituciones creadas por los fundadores de la nación, que además sirvieron para traer la paz tras una guerra civil. Hablamos de un país diverso y plural con ciudadanos que hace poco más dos siglos se mataban entre ellos.
Suena a discurso rancio insistir en la necesidad de respetar unas instituciones democráticas que son de todos, también de los que no han votado al que gobierna. Ideas de la vieja política, dicen los populistas. No debería ser obligatorio cursar un máster en derecho constitucional para comprender el motivo de esa neutralidad. El trumpismo y la ideología bolivariana demuestran que este no es un problema de izquierdas o de derechas, sino de asumir los límites del poder aunque éste emane de las urnas. Resulta cansino alertar del peligro que supone convertir esas instituciones en chiringuitos públicos al servicio del que gana las elecciones, o peor aún, del que gobierna sin haberlas ganado. Por eso no creo que en España estemos hoy en condiciones de dar demasiadas lecciones a otras democracias que soportan políticos obsesionados con el poder a cualquier precio.