Un día de 22 de abril de 1724, Immanuel Kant nació en Königsberg, Prusia. Gran filósofo de la Ilustración y precursor del idealismo alemán. Pensador de gran influencia en la modernidad. Hoy, con mi recuerdo, deseo rendirle homenaje por haber proclamado que el ser humano es el dueño de su destino. Aportación que quedaría gravada, con letras de oro, en la civilización occidental. Ahí permanece, como reto personal, frente a todos, aunque tantas veces olvidado por nuestra cobardía.
Estas fueron sus luminosas palabras incluidas en su Filosofía de la Historia: “La Ilustración es la salida del hombre de su estado de minoría de edad, que debe imputarse a sí mismo. Minoría de edad es la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guía de otro. Imputable a sí mismo es esta minoría, si la causa de ella no depende del defecto de la inteligencia, sino de la falta de decisión y de valentía para hacer uso de la propia inteligencia sin ser guiados por otros. ¡Sapere aude! ¡Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia! Es este el lema de la Ilustración”.
Al decir de Vargas Llosa en La Tentación de lo imposible, “Las filosofías de la libertad, que hacen al hombre el absoluto dueño de su destino, tienen en Víctor Hugo un llamativo ejemplo”. Sobre todo en Los miserables, verdadero tratado religioso.
¡Casi nada! Ser dueños del propio destino. El ser humano se habría ahorrado muchos sinsabores y habría descubierto mucho antes la salida a su desamparo y frustración. Es cierto que, en los tiempos actuales de libertad y pluralismo, todo se ha vuelto más complicado e infinitamente más condicionado. Ahora se exige un marco general de mayor creatividad, de mayor atrevimiento, de más intenso coraje, de poner a contribución una energía superior para reafirmar la propia identidad y responsabilidad moral para ser, de modo efectivo, dueño de su propio destino, de su propia vida. Pero, no obstante tan exigente realidad, el principio, el valor que se afirma, sigue siendo el mismo: la propia capacidad, la inteligencia de la que cada cual está dotado y, por tanto, el derecho de cada cual a ser cada cual. Una, por cierto, de las conquistas fundamentales de la modernidad.
Como dijo Salvador Pániker, “hoy cada cual tiene que inventar su propia conciencia, su propia sistema de valores, su propia topografía moral”. Aunque, en los tiempos que corren no resulta fácil su obtención, mi experiencia me dice que, si se quiere sobrevivir y dirigir la propia vida, hay que mantener una lucha perseverante para hacer valer, frente al ambiente que nos rodea y a los poderes de este mundo global, que “la democracia es hoy antes una manera de vivir que una forma de gobierno” (Ibidem). ¡Cuán lejos estamos de entenderla así! Sólo así concebida y practicada, superaremos la frecuente tentación de dejarla en terceras manos, sea en la sociedad civil sea en la comunidad religiosa, sea en ambas. Hay que superar la pereza y los siglos de resignación y aceptación de la sumisión y la obediencia. Hay que sacudirse ese pasado y ser uno mismo. Se dispone de libertad e inteligencia. ¡Atrévete a usarlas! Y, por supuesto, preserva tu vida íntima frente a terceros, incluido el propio Estado.
En el seno de la Iglesia católica, sin embargo, el principio kantiano, aunque, en realidad, significó resaltar la dignidad esencial del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, no fue visto, en general, con buenos ojos. Incluso, por qué no decirlo, ni se mencionaba al estructurar la formación del clero. Ésta se centraba en torno a la filosofía escolástica. Nada menos que tres cursos. Se incurría en la omisión, subrayada por Joseph Ratzinger, de un paso transcendental: “el paso de la Edad Media a la era moderna” (cfr. En busca del tiempo perdido, MD), del que, a decir verdad, todavía no se ha recuperado del todo.
Precisamente por ello, no ha de extrañarnos que Pániker, en el año 2000, denominase a ciertos católicos integristas con un severo calificativo: “premodernos, prekantianos, no creen en la autonomía del sujeto”. En esa Iglesia restauracionista del pasado y neutralizadora del espíritu reformador del Concilio Vaticano II era inútil invocar los signos de los tiempos. ¡Dueños de su destino! Eso era tanto como pedir peras al olmo. Ni creían en la libertad, ni en la autonomía del individuo. ¡Dueños de su destino! Solo creían en ellos mismos y en el mito de la voluntad divina, que instrumentalizaban y manejaban a su antojo y sin escrúpulo alguno. ¡Dueños de su destino! Temblaban ante la mera posibilidad de su reivindicación, pues sólo les importaba conservar su poder, que, en mi opinión, nadie, desde luego no fue Jesús, les había entregado.
¿Y a qué se temía tanto? Muy sencillo. Se temía a perder el poder, el tradicional monopolio de las postrimerías, la manipulación del miedo a la muerte. Se temía no ser tan influyentes en la vida de los creyentes, a llegar a una situación en que se evidenciase que la Jerarquía y el clero podían ser, en muchos aspectos, prescindibles. Se temía una verdadera rebeldía frente a la sumisión y la obediencia y una muy reducida asistencia a celebraciones de culto. Se temía un progresivo abandonismo, esto es, un estado de cosas en que los supuestos fieles eran indiferentes al sentir de la Iglesia a la que no le otorgarían demasiada credibilidad. En definitiva, se temía la pérdida real de protagonismo hasta el punto de ya no generar cultura.
Todo lo que se temía, ya se está viendo cumplido. Se ha llegado, por fin, a una situación de hecho en la que los seguidores de Jesús prefieren elegir y confeccionar su propio menú. Como dejó escrito Stefan Zweig, haciéndose eco del principio formulado por Kant, ha sido “… el derecho divino (el Creador o la Naturaleza), que ha concedido a cada hombre un cerebro para que piense de modo independiente, una boca para hablar y una conciencia como la última y más íntima instancia moral”. Esto es, el hombre dueño de su desatino, sin necesidad de ser guiado por otros. El propio Francisco se ha referido, no hace mucho, a que “cada persona está llamada a redescubrir lo que realmente importa, lo que realmente necesita, lo que hace la vida buena y, al mismo tiempo, lo que es secundario y de lo que puede prescindir tranquilamente” (Audiencia, 11 de marzo de 2020). Cada cual, creyente o no, se responsabiliza de su vida.
No hay que darle más vueltas. Es cuestión de reconocer la propia dignidad humana. “La vida, dijo nuestro Ortega y Gasset, me es dada, pero no me es dada hecha, sino al contrario, como quehacer: por eso la vida da mucho quehacer. (…) Es una realidad dinámica; no una cosa, sino un hacer”.
Gregorio Delgado del Río