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¿Y a usted qué más le da?

Por Fernando Navarro
viernes 15 de marzo de 2024, 05:00h

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Esto decía Pachi López hace unos días cuando le preguntaron el nombre de los diputados que cenaron con Tito Berni en Ramses. Por su parte, hace 80 años, Joseph Alois Schumpeter decía esto: «El ciudadano típico cae a un nivel inferior de funcionamiento mental en cuanto penetra en el campo político. Discute y analiza de un modo que inmediatamente reconocería como infantil si estuviera en la esfera de sus intereses reales». También decía que es francamente raro encontrar una opinión política construida racionalmente, algo que vaya más allá de una confusa mezcla de emociones y eslóganes de cobertura. Y no crean que esto sólo afecta a los votantes más tarugos: los intelectualmente más sofisticados suelen hacer lo mismo, aunque saben construir racionalizaciones más vistosas. La principal razón de esta infantilización política –explicaba Schumpeter- es que el ciudadano tiende a ver los asuntos políticos como algo lejano y abstracto. Puede preocuparse hasta cierto punto de cuestiones más cercanas - como la política municipal- porque lo afecta más directamente, pero contempla los grandes asuntos de política nacional e internacional como si la cosa no fuera con él. Y de este modo es fácil que se produzca una traslación desde el voto racional –voto a este partido porque defiende unas políticas con las que estoy de acuerdo- al voto identitario –voto a este partido porque proyecta ante los demás una imagen favorable de mí mismo-. En este último campo ya no reina la razón, sino la hegemonía y la moda.

Tampoco era muy optimista Schumpeter en lo que se refiere a los partidos políticos: «Un partido no es, como a la doctrina clásica le gustaría hacernos creer, un grupo de gente que intenta promover el bienestar público sobre algún principio en el que todos están de acuerdo. (..) Un partido es un grupo cuyos miembros se proponen actuar concertadamente en la competición por el poder político». Así desarrolló su «teoría competitiva de la democracia», según la cual los partidos son como empresas que venden sus productos a cambio de los votos. ¿Y cuál es ese producto? Pues esta es la cuestión, porque los partidos tienen un enorme poder para configurar los gustos de sus votantes: «Siendo como es la naturaleza humana, (los políticos) son capaces de conformar, e incluso crear, la voluntad de la gente. Aquello que contemplamos en el análisis de los procesos políticos es en gran medida, no una genuina voluntad, sino una voluntad manufacturada (…) En tanto que esto es así, la voluntad del pueblo es el producto y no el motor del proceso político». ¿Van ustedes viendo la dimensión del problema? Porque si los políticos son capaces de «manufacturar» la voluntad del votante, pueden apartar de la agenda política los problemas más acuciantes de la sociedad -que suelen ser de difícil solución- y sustituirlos por los asuntos que más convienen a sus intereses.

Si todo esto se lleva a un extremo, la política puede convertirse en una empresa que no vende un producto real. Que consta únicamente de un gigantesco departamento de marketing encargado de seleccionar y envolver fantasías con las que encandilar a sus votantes. Como en la España actual, donde el poder político vende rutinariamente chatarra declarativa que sólo exige exhibir gran preocupación y echar la culpa a alguien: piensen en el heteropatriarcado y el apocalipsis climático; y chatarra divisiva, que excita la naturaleza tribal del votante y permite echar la culpa a alguien: piensen en el nacionalismo en sus distintos grados. Ambas chatarras, declarativa y divisiva, son productos muy rentables porque no están sujetos a rendición de cuentas y proporcionan nichos de mercado inatacables

Pero si los votantes permiten que el poder político «manufacture» la agenda política a la medida de sus propios intereses ¿quién gestionará los problemas reales del país? Y si los políticos no funcionan como representantes de los intereses de los votantes sino de los suyos, ofreciendo a cambio vistosos espectáculos ideológicos y morales ¿dónde queda la democracia representativa? ¿Dónde queda el «demos»? En cuanto a lo primero, la respuesta es nadie; el estado funcionará inercialmente, pero progresivamente lastrado por una gestión que será, en el mejor de los casos, ineficaz, y en el más probable clientelar y extractiva. En cuanto a lo segundo, el principio democrático se irá debilitando conforme el ciudadano se vaya convirtiendo en hooligan. Esto no es un fracaso de la democracia: es un fracaso de los partidos.

La semana pasada Félix Bolaños parecía confirmar la extinción de la democracia representativa al reconocer que la amnistía, la medida más grave del Gobierno, no cuenta con respaldo mayoritario de la sociedad, pero ¿a usted qué más le da? Bastante. El caso es que las decisiones de los políticos no sólo influyen decisivamente en la prosperidad de un país, no sólo determinan la convivencia entre los ciudadanos –la polarización actual es una estrategia deliberada de Sánchez-. Pueden incluso determinar las posiciones morales de los votantes: hoy, tras seguir dócilmente los erráticos movimientos de su partido, los votantes de Sánchez han normalizado cosas tales como pactar con filoterroristas. Este riesgo de envilecimiento no depende de ser de izquierdas ni de derechas, sino de la catadura del líder del partido: Trump ha hecho algo parecido con los votantes del Partido Republicano.

En fin, no hace falta que los ciudadanos lean a Schumpeter antes de votar, pero al menos deberían a) entender que la política importa y b) expulsar de ella a aquellos a los que no comprarían un coche usado. Deberían, como en todos los aspectos de su vida, huir de farsantes y mentirosos. No es tan difícil. Por menos, por muchísimo menos, nuestros votantes nos abandonaron cuando Ciudadanos empezó a hacer el idiota. Benditos sean.

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