El cine y la literatura pueden ser escuelas de vida, pero también el origen de grandes confusiones. Pasé unos años de mi vida considerándome algo mitómano por mi afición a seguir los pasos de grandes escritores. Visité la casa natal de Stefan Zweig en Viena, y también la de su suicidio en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro. He perdido el tiempo buscando a Marcel Proust por la playa de Cabourg, en Normandía, y al viejo Hemingway por el mar de los Cayos en Florida. Me quedé en soledad tres minutos en lo alto de la torre de Montaigne, concentrado en las vigas del techo tratando de absorber algo de lo allí escrito, hasta que entraron dos chicas ruidosas para hacerse un selfie.
Nunca concedí importancia a estas pequeñas correrías porque no había en ellas ninguna tendencia morbosa. Pero en breve hará treinta años que una mañana leí en un periódico que Sigourney Weaver estaba rodando una película en la costa de Ferrol a las órdenes de Roman Polanski. Era la primavera de 1994 y yo vivía en Orense. Terminé el café y conduje dos horas mi Ford Fiesta hasta el parking del hotel Riazor, en La Coruña. Me planté varias horas en el vestíbulo confiando en la remota posibilidad de ver allí a la diosa de la saga Alien.
Por entonces Sigourney Weaver ya era una estrella que hacía trizas el canon de belleza clásica en Hollywood. Cuando estaba acabando de leer el libro que había llevado para la espera se armó un revuelo en la entrada y aparecieron aquellos 182 centímetros de belleza andrógina, extraña y fascinante. Me pasó a un par de metros de distancia, sonrió a todos los que babeábamos admirándola y continuó hasta desaparecer cerca de los ascensores.
La conducta de una persona que invierte un día de su vida para ver diez segundos a una actriz famosa puede aproximarse al límite del trastorno obsesivo, pero en mi caso el problema no fue a más. He seguido enamorado de Sigourney todos estos años sin mayores complicaciones ni traumas añadidos. La semana pasada la Academia de Cine le otorgó el Goya Internacional 2024. La volví a ver espléndida a sus 74 años, pero esta vez no agarré el coche para plantarme en Valladolid.
El discurso de Weaver reivindicó la libertad y la fuerza de tantas mujeres anónimas reflejadas en historias contadas por el cine. Sin embargo, de todo su hermoso y apasionado alegato curiosamente la mayoría de medios recogió en titulares su agradecimiento María Luisa Solá, la mujer que durante décadas ha prestado su voz para doblar en español a la actriz norteamericana.
Fue un detalle generoso, pero también sorprendente. Al fin y al cabo sustituir la voz original de un actor no deja de ser una amputación de su entera interpretación. El doblaje de películas extranjeras fue una obligación impuesta por Franco en los años 40 para permitir su exhibición en España. Debe de ser este el único asunto tocado por el dedo del Caudillo sobre el que el mundo de la farándula no ha emitido hasta la fecha crítica alguna.
La industria del doblaje en España es una de las más potentes del mundo, un sector en constante crecimiento que cuenta con profesionales excelentes que no se dedican a leer un texto, sino a interpretarlo. Es una actividad que en otros países no tiene tanto peso porque la mayoría de producciones audiovisuales se emiten en versión original con subtítulos.
Se comprende que la industria del cine no quiera enviar al paro a los actores y actrices de doblaje, pero hay soluciones. En un Pleno del Congreso de los Diputados escuchamos traducciones simultáneas mustias, planas y aburridas de los diputados y diputadas que deciden hacer uso en la tribuna de las lenguas cooficiales en sus respectivas comunidades. Dado que la mayoría de sus señorías leen de arriba a abajo sus intervenciones, ¿no podrían facilitar una copia de las mismas a actores y actrices de doblaje para que las interpretaran?
Imagino a Miriam Nogueras dirigiéndose en castellano al hemiciclo con la voz de Meryl Streep y me pensaría seriamente amnistiar sus insultos a los jueces. O a Gabriel Rufián amenazando como Harry el Sucio, sustituyendo su tono pendenciero por el timbre portentoso de Constantino Romero. O a Mertxe Aizpurua señalando a las “extremas derechas” con la voz de Julia Roberts. Sería divertido, y menos peligroso. Hace años, cuando la líder de Bildu señalaba a alguien desde el diario Gara, detrás del dedo venía una bala. Hemos mejorado porque ahora sólo se oyen las risas de sus socios parlamentarios.
Decía al principio que el cine y la literatura pueden confundir. La mitomanía según la RAE es la tendencia patológica a fabular o transformar la realidad cuando se narra un hecho. O sea, que un mitómano es un mentiroso compulsivo, una definición más próxima a algún político que a los fans de Sigourney.