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La importancia de las matemáticas

Por José Manuel Barquero
domingo 30 de julio de 2023, 05:00h

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Hace nueve años publiqué un artículo titulado La broma de Vox. En resumen, era una chanza sobre el discurso hiperventilado de algunos opinadores y medios de comunicación alertando sobre el advenimiento de una suerte de Tercer Reich ibérico. Por entonces a Santiago Abascal lo conocíamos cuatro gatos, y resultaban cómicas las exageraciones de la prensa de izquierdas sobre los peligros de la llegada a España de la extrema derecha. Voy a recordar el motivo de aquellas risas.

Por entonces Vox coincidía en dos rasgos fundamentales con otros populismos de derechas en auge: su eurofobia y un discurso duro contra la inmigración ilegal. En esto coincidía al milímetro con la UKIP de Nigell Farage en el Reino Unido y con otros partidos de países de Europa central, incluso escandinavos. En el plano local Vox propugnaba una utópica supresión del estado autonómico, una reforma para garantizar la independencia del Poder Judicial y la eliminación de subvenciones a sindicatos y asociaciones empresariales. Nada que no reclamara en ese momento UPyD, por ejemplo. Calificar como fascista aquel programa era un chiste.

Entonces el populismo de izquierdas, que acogía tiernamente en su seno al comunismo de toda la vida, se disparó en la urnas. Gracias a su influencia comenzó a implantarse en nuestro país una agenda ideológica que coincidió con el estallido del desafío independentista en Cataluña. Estos dos factores dispararon también a Vox en la urnas a rebufo de Podemos.

A partir de aquí conservadores ilustrados que habían salido desencantados del PP de Rajoy, como Alejo Vidal Cuadras, huyeron de Vox ante el auge interno de elementos que provenían de la Falange, y de otros que militaban con fervor en organizaciones ultracatólicas. Es un proceso de radicalización que guarda paralelismos con lo que sucedió en Podemos, cuando sus líderes abandonaron las plazas del 15M para poner en práctica las teorías del asalto al poder de Laclau que tanto fascinan a Pablo Iglesias.

Desde entonces, propuestas razonables como la defensa del castellano en la enseñanza pública, la reducción de la Administración o la bajada de impuestos, fueron quedando poco a poco eclipsadas por un nacionalismo español tan repelente como cualquier otro nacionalismo, y una “batalla cultural” que en realidad sólo ha logrado dar visibilidad y protagonismo a los representantes más rancios y radicales de Vox.

Era previsible que un killer político como Sánchez azuzara este miedo a una involución de derechos. Ante la duda, al menos un millón de votantes socialistas acudieron a votar cuando tenían previsto quedarse en casa decepcionados ante la falta de principios, palabra y escrúpulos de Sánchez. La alerta antifascista que no había funcionado en Castilla-León, Madrid ni Andalucía, ni tampoco en las elecciones locales y autonómicas de hace dos meses, surte efecto en las generales.

Se ponga como se ponga Abascal, y por muchos errores en los últimos siete días de campaña que se le quieran imputar a Feijóo, el único hecho diferencial y objetivo que acontece desde el 28 de Mayo se reduce a los pactos del PP con Vox en varias comunidades autónomas y ayuntamientos. Y en esas negociaciones la voz cantante de Vox la han llevado sus dirigentes más duros.

En política importa lo que eres, pero importa aún más lo que pareces. Uno escucha a Ortega Smith amenazando a voces a un okupa con todas las cámaras delante, y parece capaz de subir, agarrarlo por el pescuezo y lanzarlo por el balcón. No sé si lo haría, pero lo parece. Sin ponernos tan violentos, en una entrevista radiofónica el líder de Vox en Murcia reprochaba a López Miras, del PP, no haber querido firmar un acuerdo entre ambos partidos para dejar fuera de la mesa del Parlamento murciano al PSOE. ¿Es ese el concepto de la democracia que tiene Vox? ¿dejar fuera del órgano que dirige los trabajos de la cámara legislativa al segundo partido más votado de la región?

Lo cierto es que la deriva iliberal de Vox y su previsible entrada en un gobierno estatal ha acojonado más al votante joven y al moderado de izquierdas que los pactos con golpistas, o con un político condenado por secuestrar a un empresario para obtener un rescate económico con el que financiar una organización terrorista. A partir de esta realidad, justa o injusta, hay dos opciones: la primera, echarle la culpa a los votantes y a los medios de comunicación -como hicieron Sánchez y Armengol, entre otros, hace dos meses- insinuando que la gente sólo acierta cuando te vota porque de lo contrario es idiota, o se deja engañar. La segunda, hacértelo mirar. A mí me parece que lo inteligente es lo segundo.

Comprendo los nervios en Vox viendo deshacerse como un azucarillo en las urnas a su némesis, Unidas Podemos, el partido que más alimentó sus expectativas de crecimiento gracias a la famosa ley del péndulo. O peor aún, el pánico al contemplar la desaparición de Ciudadanos engullido por el PP. Pero ni los nervios ni el pánico justifican un análisis tan burdo de los resultados electorales como el que ha hecho Abascal.

Para el líder de la derecha identitaria la campaña del PP desmovilizó a sus potenciales votantes. Sin embargo, once millones y medio de electores insertaron su papeleta con el objetivo principal de desalojar a Sánchez de la Moncloa, un número similar al que otorgó la mayoría absoluta a Rajoy en ….. A ver si ahora va a resultar que Abascal se saltó las clases de matemáticas en la EGB.

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