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Los besos que nos quedan

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 15 de abril de 2023, 06:37h

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Cerca de la entrada de un instituto de enseñanza secundaria, dos adolescentes de unos 14 años -una chica y un chico- mantenían ayer por la tarde una muy interesante conversación acerca de los posibles sentimientos amorosos de una tercera persona, que en esos momentos no se encontraba allí presente.

«A Laura tú le gustas», afirmaba la chica con convicción y rotundidad, mientras que el chico replicaba, algo desanimado, «no, no le gusto». Tras un breve silencio, ella volvió a insistir en su argumentación, «que sí, que sí le gustas, de verdad», mientras él seguía con su melancólico y contundente escepticismo juvenil, «que no, que no le gusto».

Seguramente, la conversación debió de seguir todavía un rato más, pero yo continué discretamente con mi paseo vespertino, así que no pude llegar a averiguar si, finalmente, el chico había acabado convenciéndose o no de la sinceridad de los sentimientos de Laura hacia él.

Aun así, en principio no parecía que el suyo fuese a ser un amor tan desgraciado y triste como el de los dos adolescentes más famosos de la historia de la literatura universal, Romeo y Julieta, pero se veía que el chico no lo estaba pasando demasiado bien en aquel momento.

Observándole, me vi a mí mismo varias décadas atrás, pues recordé que en la adolescencia suele haber casi siempre una gran urgencia para intentar resolver cuanto antes los posibles enigmas afectivos y amorosos que puedan estar preocupándonos en esa etapa tan oscilante y complicada de nuestra vida, como si el tiempo o el mundo estuvieran a punto de acabarse de un momento a otro.

Por ello, en deteminadas situaciones solemos agradecer entonces de una manera muy especial la intervención de algún mediador o de alguna mediadora, como por ejemplo la amiga de Laura ayer, cuya principal misión suele ser la de intentar lograr que ese hipotético primer amor adolescente pueda llegar finalmente a buen puerto.

Suele decirse que nunca se vuelve a estar tan enamorado como cuando uno siente nacer dentro de sí ese primer y apasionado amor de juventud, y sin duda hay muchas ocasiones en que ocurre así, pero en otras creo que hay personas adultas capaces de enamorarse con la misma ilusión de la adolescencia, ya sea con treinta años, con cincuenta, con setenta o quizás incluso con algunos pocos años más.

Esa posibilidad la reflejaba muy bien una de las canciones más hermosas del gran grupo Tam Tam Go!, Los besos que nos quedan. «En su ochenta cumpleaños,/ llegan flores de un extraño/ y una tarjeta que dice:/ "Llevo siglos esperando"./ Con un nudo en la garganta,/ coge el bolso y su mantilla,/ y en el parque, cual chiquilla,/ cae en sus brazos», decía en su primera estrofa.

La ternura que se desprendía de ese inicio sorprendente e inesperado para una canción de amor culminaba luego en su precioso estribillo. «Le dijo: "Vámonos muy lejos,/ a vivir lo que nos queda de besos./ Deja atrás la soledad,/ nadie espera nuestro regreso./ Yo te amo, tú me quieres,/ nada impedirá nuestro sueño./ Vámonos muy lejos/ a vivir lo que nos queda./ Los besos que nos quedan./ Los besos que nos quedan"», cantaban los hermanos Nacho y Javier Campillo.

Cada vez que escucho todavía hoy esta genial canción, pienso que debe de ser cierto que cuando uno se enamora ya en la madurez o incluso algo más allá de la edad de jubilación, siente muy parecidas o casi idénticas emociones a las experimentadas estos días por el melancólico buen amigo de Laura o, ya más en general, en la adolescencia, cuando aún no sabemos cómo será la vida que entonces tenemos ante sí, qué sueños se cumplirán o no con los años, o cuántos serán o son al final los besos que nos quedan.

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