El diccionario de la lengua española de la Real Academia define invivible como: “Dicho de un lugar: Inhóspito para vivir”. Pues en eso se está convirtiendo Palma, sobre todo en verano, en un lugar inhóspito, desapacible, que te invita a marchar.
Cuando llegué a Mallorca, a finales de 1977, encontré una ciudad de tamaño medio pequeño (yo venía de Barcelona), un tanto provinciana, pero donde la vida transcurría de modo agradable, sin agobios, la circulación era fluida, el aparcamiento no era una pesadilla, todo estaba cerca y se podían solucionar varias diligencias administrativas en una sola mañana. Tenía una vida cultural un tanto exigua y el tema gastronómico bastante limitado, pero un ambiente un punto cosmopolita con un componente festivo y nocturno muy interesante.
Más de cuarenta años después se ha convertido en una ciudad mediana grande, de casi medio millón de habitantes y un número desaforado de población flotante, con un tráfico infernal, donde no hay manera de aparcar ni pagando, en la que serás afortunado si resuelves un solo trámite en una mañana, con una oferta gastronómica muy variada y de buena calidad, pero donde has de reservar con días de antelación, sobre todo en fines de semana, y con unos precios muy dañosos para el bolsillo. La vida cultural también ha mejorado, en términos de teatro, conciertos, ópera y festivales musicales, pero la masificación ha ido paralela y resulta desagradable ir a cualquier evento como un rebaño de ovejas a la majada. El ambiente ha pasado de cosmopolita a mezcolanza despersonalizada y la vida nocturna y festiva ha degenerado, en consecuencia.
Además, la ciudad está sucia, en algunas zonas muy sucia, y las hordas de turistas que ocupan la ciudad en cuanto llega el calor no hacen sino empeorar la situación con su comportamiento descuidado, cuando no directamente incívico. Comportamiento descuidado e incívico al que tampoco son ajenos los propios palmesanos.
Hace tres años que dejamos Palma y nos fuimos a vivir a Lloret de Vistalegre, precisamente porque empezábamos a estar saturados del agobio de la ciudad. La vida en un pequeño pueblo del Pla de Mallorca ha resultado muy satisfactoria y tranquila, y solo bajamos a Palma a tiro hecho, para cubrir las carencias que, en buena lógica, tiene un municipio de mil quinientos habitantes. Pero uno de estos días he tenido que ir a Ciutat en día laborable por la mañana y decidí que, ya puestos, me daría una vuelta por el centro, por el Born, Plaça des Mercat y la Rambla.
Mala idea. Primero, aparcar: el aparcamiento de la Plaça Major, completo; bajo hasta la Plaça de la Reina y me meto en el de Antonio Maura/Parc de la Mar, que indica plazas libres. Inicio la búsqueda y tengo que ir hasta casi el final de Parc de la Mar para encontrar un sitio entre una columna y un incívico que ha ocupado una parte de la plaza supuestamente libre. Por suerte, he bajado a Palma con el coche pequeño y puedo meterlo después de algunas maniobras y arriesgar la carrocería a milímetros de la columna.
Salgo a la superficie y empiezo a caminar hacia los jardines de s’Hort del Rei, donde tengo que zigzaguear sorteando la turbamulta de turistas que ocupan y acaparan la totalidad del espacio disponible. Por suerte, no soy propenso al agobio, pero el gentío llega a ser muy opresivo.
Llego al Born y camino por el bulevar central, un oasis de frescor en el calor del mediodía, gracias a la sombra de los magníficos plátanos, que crean un microclima refrescante. Hace años que el ayuntamiento, como los de otras ciudades, está sustituyendo los plátanos por otros árboles en muchas calles de la ciudad. Los plátanos se llaman de sombra precisamente por eso, porque dan sombra y protegen de los rayos impíos del sol durante la canícula. Pues bien, ahora que cada vez hace más calor durante más tiempo, estamos sustituyendo los árboles que más sombra dan por otros que dan mucha menos, como los jacarandás, muy bonitos cuando surgen sus flores lilas violáceas, pero con unas copas muy poco espesas y unas hojas muy estrechas que proporcionan al paseante muy poco consuelo contra el sol inclemente.
Llego a la Plaça des Mercat y no hay ni un sitio libre en el que sentarse a la sombra del magnífico ficus y descansar, como tampoco hay ninguna mesa libre en las terrazas de los bares. El suelo está sucio, lleno de papeles y bolsas, restos de comida, latas vacías y colillas. El flujo de turistas es continuo, casi como si estuvieras en un vagón de metro de Tokio en hora punta. Al final desisto y me vuelvo hacia el parking, pero aun me queda un último disgusto: el paseíto me cuesta casi cuatro euros. Así que cojo el coche echando fuego por las muelas y me vuelvo sin dilación a Lloret, jurando que tardaré tiempo en volver a Ciutat, aunque sé que lo tendré que hacer al día siguiente, a rematar el asunto que no he podido solucionar en el día.
Sobresaturada de turistas, sucia y carísima, Palma se está convirtiendo en una ciudad invivible, pero sigue siendo nuestra Ciutat, nuestra metrópolis, y deberíamos cuidarla un poco mejor, los palmesanos, los foranos y, sobre todo, los que tienen la responsabilidad de su gestión y administración.