Parece que el Tribunal Constitucional ha asestado la estocada definitiva -veremos cuando se conozcan los detalles- al Impuesto municipal sobre el incremento del valor de los terrenos, conocido popularmente como Plusvalía. Más allá de suponer un duro golpe para las arcas de los ayuntamientos, que el Estado tendrá que corregir si no quiere que estos se arruinen, lo cierto es que el impuesto lleva años cuestionado por el TC. La razón es que la fórmula de cálculo de la cuota se basa, no en valores reales y en las verdaderas oscilaciones del precio de los terrenos, sino en automatismos aplicados sobre valores absolutamente teóricos y, por ello, desconectados con la realidad. En suma, usted pagaba la Plusvalía conforme a un cálculo que le proporcionaba el mismo ayuntamiento que, por supuesto, desconocía por completo cuál era la verdadera variación del valor de los terrenos por los que se tributaba.
En términos parecidos se han venido produciendo resoluciones judiciales acerca del método de cálculo del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales o el de Sucesiones y Donaciones. No valen los automatismos de multiplicar por no sé qué coeficiente el valor catastral -otro valor teórico-, sino que la administración -en este caso, autonómica- ha que comprobar con sus técnicos el valor real de los bienes, sujeto a contradicción si el sujeto pasivo no está de acuerdo.
La conclusión a todo ello es sencilla. Tenemos un sistema impositivo que es un verdadero galimatías, con unas normas que incumplen sistemáticamente el mandato constitucional de ser claras y comprensibles para cualquier ciudadano medio. Se trata de un entramado abstruso que parece diseñado para confundir al respetable y sacarle las perras sin que pueda protestar. Son muy pocos los que deciden luchar contra esta muralla de leyes, reglamentos y circulares con las que las administraciones tributarias se blindan para mantener en todo momento la oscuridad.
España no tiene un sistema impositivo verdaderamente democrático y progresivo, sino solo un entramado de trampas para incautos. Los intentos para simplificarlo y que todos sepamos cuánto dinero de nuestro esfuerzo destinamos al cabo de un año a sufragar la actividad de la administración han sido vanos, pese a las recomendaciones de muchos grupos de estudio mundiales en ese sentido.
La malla es de tal calibre que consigue que paguemos dos veces por lo mismo. Pongamos el caso de la venta de un inmueble por un particular; una casa, por ejemplo. En ese caso, el vendedor normalmente obtendrá un beneficio por la venta -una plusvalía, vaya-, sobre el que deberá tributar en el IRPF al hacer su declaración. Pero, además, por el teórico incremento del valor del terreno urbano en el que se asienta la edificación vendida, tendrá que pagar a su ayuntamiento la Plusvalía, o mejor dicho, el IMIVTNU. Obviamente, la parte del beneficio de esa venta que haya proporcionado el valor del terreno también tributará al IRPF. Resultado, dos impuestos para un mismo hecho imponible, por más que los técnicos y teóricos próximos a la administración traten de explicar con malabares argumentales que se trata de cosas distintas.
En España tributamos hasta por plasmar en papel los contratos -el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados-, una reminiscencia franquista que sustituye a las proverbiales 'pólizas', que tan genialmente describió la película de Berlanga 'El verdugo'. Nuestro sistema tributario es, pues, berlanguiano.
Y, lejos de buscar transparencia y justicia, los políticos siguen persiguiendo aplicar a los impuestos métodos simplificados de cálculo sobre valores teóricos -que es lo que precisamente el Constitucional ha anulado-, conscientes de que el aparato público jamás podrá comprobar todas las situaciones, y que no hay técnicos capacitados suficientes para valorar los bienes sujetos a operaciones de tráfico jurídico. En estos días se debate esta cuestión con referencia, precisamente, al valor catastral, sobre el que se calculan aún determinados impuestos, como el citado de Transmisiones Patrimoniales, el de Sucesiones y hasta el de Patrimonio.
Un sistema tan complejo, gravoso y oscuro como el nuestro genera indefensión y desconfianza en el ciudadano. Y la desconfianza es la madre del fraude fiscal, sin ningún género de dudas. Son muchos los expertos que abogan por reducir al máximo el número de impuestos y rebajar la asfixiante carga tributaria para generar confianza y que la recaudación, paradójicamente, crezca en términos absolutos. La izquierda se opone, porque jamás ha tenido la más mínima fe en nuestro sistema productivo y en la honestidad de los ciudadanos, y también porque lo fía todo a mastodontizar las administraciones para tener puestos en los que colocar a los adeptos, que son legión, y conseguir así fosilizar una inmensa red clientelar bajo su control.
Con estos mimbres, nuestro sistema tributario seguirá siendo percibido por el común de los ciudadanos como un auténtico atraco legal, del que solo nos salvan, de vez en cuando, los Tribunales.