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De Lloseta a La Meca

Por José Manuel Barquero
domingo 05 de septiembre de 2021, 08:48h

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Por segunda vez en la historia asistimos a un bienio jacobeo. La pandemia dificultaba de tal manera la llegada este año de peregrinos a Santiago que el papa Francisco amplió a 2022 el periodo para obtener la indulgencia plenaria. Me refiero a dificultades para llegar a pie, alojándote en los albergues del Camino sometidos a restricciones de ocupación, o dificultades para comer y beber durante las jornadas más largas por el cierre de numerosos establecimientos de restauración. Paradójicamente, Santiago de Compostela ha registrado en lo que llevamos de año más visitantes que en 2019, el año previo al virus maldito. ¿Cómo se explica esta contradicción?

La respuesta es sencilla. La gente agarra un avión y se planta en el Obradoiro. Pasea por una de las plazas más bellas del mundo y entra a contemplar el maravilloso resultado de la rehabilitación más ambiciosa de la Catedral en sus 800 años de existencia. Algunos incluso rezan. Luego llegan las zamburiñas, el pulpo y las vieras. Y a otra cosa. Esta semana Núñez Feijóo alertaba en una entrevista sobre el peligro de convertir los Caminos de Santiago en un parque de atracciones, y reivindicaba el carácter íntimo y espiritual de la peregrinación, atributos que van más allá de la fe católica.

Coincido plenamente con el presidente gallego en esta visión de la experiencia religiosa desde la intimidad. Me provoca cierto pudor la exhibición pública y permanente de las creencias religiosas. Hay cuentas en redes sociales con miles de seguidores dedicadas a la “evangelización digital”. No lo critico, porque cada cual puede hacer y decir lo que quiera mientras no conculque las leyes. Solo digo que me incomoda porque no coincide con mi idea de la fe. El proselitismo religioso me provoca urticaria leve, pero me rasco un poco y sigo mi camino.

La separación de la Iglesia y el Estado es una de las mayores conquistas de las democracias liberales, las únicas exitosas a pesar de todas su imperfecciones. Partiendo de esta premisa, la izquierda más analfabeta ha optado por defender un laicismo radical que le lleva a negar cualquier aportación de los valores judeocristianos a la construcción del régimen de libertades del que disfruta gran parte de Occidente. No les sorprende lo poco que se lee y se cita a Marx, a Gramsci o a Laclau en los países árabes. No digamos ya a Rosa Luxemburgo, con todo su pensamiento oculto bajo un burka.

Aquí los menos leídos ya estarán confundiendo la defensa de los valores judeocristianos con la misa, el IBI de las conventos o el Concordato, y no es eso. La comodidad del relativismo permite afirmar a la progresía de salón que todas las religiones son iguales, pero pones el telediario y en el salón se ve otra cosa. Proclaman, con razón, que existe un Islam culto, amable y tolerante, pero se les olvida explicar que es exactamente ese Islam el que no encuentra cabida en los gobiernos, el que no accede al poder porque no pega tiros en nombre de Alá. Es el Islam que se predica en voz baja en el desierto de algunas universidades árabes con cuidado de no enfadar a los barbudos. Si todas las religiones son iguales, la realidad evidencia que sus efectos sobre la población no lo son.

En este curso académico que recién comienza se va a impartir religión islámica en tres centros escolares de Mallorca, en Lloseta y Ses Salines, y al parecer nadie ha quedado contento. A la Comisión Islámica de les Illes Balears le parecen insuficientes, y a la vista de las reacciones en redes y ediciones digitales de los periódicos, a la gran mayoría de ciudadanos les parece una tomadura de pelo. Y esto por dos motivos: o bien porque defienden la enseñanza católica en exclusiva por ser la tradicional y mayoritaria en España, o bien porque defienden la exclusión de cualquier formación religiosa de los centros públicos por pertenecer esta al ámbito privado de la persona. Esto último sucede porque aún existen votantes coherentes, errados o no, pero coherentes, que no tragan con tanto pasteleo cobarde.

En este asunto, como en tantos otros, la izquierda tiene un conflicto duro con la realidad. Trata de abolir con su discurso un mundo que se nos muestra a diario con toda su crueldad, ajeno a ese buenismo reconfortante que nos habla, por ejemplo, de la importancia para las mujeres de quitarse el velo mental, porque el otro, el de tela, es solo cultural. Aceptamos entre nosotros un Islam moderado que tapa el cabello y el cuerpo las niñas desde su primera menstruación, mientras reivindicamos la libertad de ir en sujetador en el transporte público.

Existe un nivel de incongruencia que resulta incompatible con una inteligencia media. Por mucho que siga devaluando la enseñanza pública, la izquierda no debería renunciar a ese segmento de votos no idiotizado por la ideología y que aún se deja guiar por el sentido común.

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