La ínclita alcaldesa de la ciudad de Barcelona, la señorona Ada Colau -una activista más desactivada que el cable de la batidora- acaba de anunciar, a bombo, platillo y castañuelas, que abandona Twitter (¿no será que Twitter la ha abandonado a ella? Al parecer, y según sus propias manifestaciones, la razón es que Twitter “amplifica las polémicas y los discursos de odio de tal manera que acaba por convencer al usuario del hecho que la humanidad es mala, desconfiada y egoista”. Finalmente, ha declarado: “me he dado cuenta de que soy mejor persona fuera de Twitter”. Parece indudable, pues, que la “gobernadora” de la metropolitana capital de Catalunya se ha sentido liberada por su decisión, cosa que, sin duda, servirá para poner sobre la mesa (o en el teclado de un móvil, vamos) la posible agresividad de esta red que posee, nada más ni nada menos, unos 350 millones de usuarios. Cierto, también, que se está creando una especie de tendencia -antes moda- que arrastra a algunos famosos a intentar seguir viviendo sin la tenaza de tantas opiniones sobresaltadas.
Desde mi humilde punto de vista, la mejor definición sobre Twitter que se ha publicado hasta el momento es la que ha soltado Chris Pirillo, un empresario aficionado y adicto a la red: “Twitter es un buen lugar para decirle al mundo lo que estás pensando, antes de que hayas tenido la oportunidad de pensártelo”.
Un servidor de ustedes está conectado a esta plataforma aunque, por prudencia, no intervengo jamás; de hecho, sólo la utilizo para leer, de vez en cuando, frases o aforismos breves de algunas personas que creo que pueden ser interesantes por sus valores humanos, políticos o culturales; y ahí me quedo. A pesar de todo, en algunas ocasiones, persisto en mi insana curiosidad e interfiero en hilos que, sin disposición alguna, me atraen por puro fisgoneo.
Y es ahí, en estos diálogos inanes e improductivos, donde observo la cantidad de groserías y zafiedades que los participantes escupen sin primor en las pantallas de sus teléfonos independientes (digamos que muy móviles no son, los pobres: por lo menos no andan de un sitio a otro errabundos o giróvagos. Bonita palabreja, ¿no?).
Mi mente me comenta que, como todo en este mundo, tiene su lado positivo y, a la vez, su correspondiente costado negativo; ley de vida: los humanos acostumbramos a movernos dentro de esta dialéctica tan absurda como real. Los dos polos famosos. Twitter podría ser, perfectamente, un colosal foro de debate universal en base a una libre circulación de ideas que crearían un estado general dedicado al aumento del conocimiento y el humanismo.
Pero, ¡ay!, la masa es la masa y el gregarismo tiende, por inercia, al más alto nivel de imbecilidad recogido, hasta ahora, en el ejemplo de las graderías de un campo de fútbol. Contra este efecto entre la aglomeración, la masificación y la globalización no hay quien pueda... La realidad es que, en este foro mediático, el insulto permanente y ofensivo es lo que se lleva; a veces, tantas veces, el simple linchamiento social: una especie de neoinquisición aceptada y tolerada por la masa.
Estoy muy de acuerdo con lo que Umberto Eco escribió sobre estas plataformas: “las redes sociales conceden el derecho a hablar a legiones de idiotas que antes sólo parloteaban o balbuceaban en el bar de turno, después de un par de cubatas (cubata es una aportación personal del traductor; literalmente era vino) y sin hacer excesivo daño a la comunidad. Estos individuos eran silenciados rápidamente; ahora, hoy en día, estos personajes tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel: es la invasión de los imbéciles”.
No es políticamente correcto decirlo -ni pensarlo, seguramente- pero sigo creyendo que, en nuestra sociedad, faltan filtros. No a la censura, pero un sí rotundo a los filtros, a los tamices inteligentes y sensibles.
No caerá esa breva. O como bien dijo Cayo Ligurio: ille ficus non caduturus.