Es preferible callar y parecer tonto que hablar y despejar las dudas. La frase se le ha atribuido como mínimo a Abraham Lincoln, Mark Twain, John Maynard Keynes y Groucho Marx. Seguramente no la pronunció ninguno de ellos, pero es curioso que las cuatro fueran personas inteligentes que manejaban primorosamente la palabra. Hay que ir con cuidado al pronunciar este aforismo, porque abofetea con tanta fuerza al idiota silencioso que lo hace girar, lo entiende al revés y comienza a parlotear como el calamar que esparce tinta.
El asunto de los tontos charlatanes es bien conocido, pero poco se ha escrito sobre el caso de los inútiles, que es más grave. El lelo se pone a hablar y a menudo expele palabras como pompas de jabón, que se elevan un poco y explotan sin hacer ruido. Pero el inútil cuando se rebela siente la necesidad de hacer algo, y esto siempre resulta más peligroso que la cháchara del necio. Por el interés general del país debería estar prohibido opinar en público que, exceptuando el de Trabajo, los ministerios del Gobierno de España que okupa Podemos no sirven para nada.
Un año haciendo chistes sobre la ministra de Igual Da, hasta que su titular se ha molestado y ha decidido demostrar que no es una inútil, ni ella ni su ministerio. Había empezado con fuerza la legislatura Irene Montero, con un bodrio de anteproyecto de Ley de Libertad Sexual que abochornó a varios de sus compañeros de gabinete, no tanto por su sectarismo como por la ínfima calidad técnica de un texto infumable para la mayoría de juristas, de izquierdas, de derechas y medio pensionistas.
Llegó la pandemia e Irene se infectó en la manifestación feminista del 8-M, cuando el virus ya corría desbocado por nuestro país importado desde Italia. Hubo algunos guantes lilas para no tocar la pancarta, pero ni una mascarilla porque entonces no servían para nada. Tras el contagio, a Irene le costó dar negativo en los test de COVID. Así que, al contrario que Pablo, se mantuvo aislada y tardó en reincorporarse a su puesto de trabajo. Fue una época maravillosa en la dacha de Galapagar, recuperando el tiempo perdido con sus pequeños, viéndolos crecer, compartiendo juegos, preguntándoles si eran niños o niñas para que ellos se autodeterminaran sexualmente.
Pero el virus terminó saliendo del cuerpo de Irene, y ella tuvo que entrar en el ministerio. Es duro separarse de unos hijos por motivos laborales, así que Irene hizo lo mismo que cualquier otra madre al regresar a su empresa: echar a la persona que ocupa el despacho adjunto y montar en él una sala de juegos infantiles para sus retoños. Si la ministra de Igualdad no da ejemplo de conciliación familiar, ¿quién lo va hacer?
Irene a veces tiene reuniones de trabajo y sus niños, como todos los niños, cuando se aburren se ponen pesados. Da igual que en las reuniones todas sean amigas de mamá y entre ellas se diviertan. Si los niños se aburren, se aburren. Así que lo mejor es que un adulto se encargue de entretenerlos, de cambiarles el pañal, de darles un biberón o lo que sea. Estas labores un político o una política de la casta se las encargaría a un canguro, con lo que eso conlleva de clasismo y alejamiento del pueblo llano. Pero los hijos de Pablo e Irene han llegado al mundo con tal carga de conciencia política y de clase que merecen ser cuidados desde su más tierna infancia por un cargo público, a la sazón jefa de gabinete adjunta de su mamá.
Por culpa de la pandemia, la eutanasia y el paro, la muerte física y económica estaban copando la actualidad. Así que el trabajo extenuante que venían desarrollando Irene y sus amigas estaba pasando tan desapercibido que a la gente le dio por pensar que el cargo de Irene era inútil. Pero nada más lejos de la realidad. Gracias a la labor ingente del clan de la tarta los españoles nos vamos a liberar del yugo cruel de la biología, esa servidumbre fascista disfrazada de ciencia, y podremos elegir libremente nuestro sexo sin más requisitos que una “declaración expresa”.
Pero no todo han sido juegos y risas en la vida de Irene hasta llegar a este esperpento de Ley Trans. En 2019 Podemos tuvo que despedir a una escolta de Irene que se negaba a hacerle la compra en el súper, traerle pañales y comida para el perro, o encender la calefacción del coche media hora antes para que Irene no pasara frío ni un minuto en el asiento de atrás. O sea que Irene en algún momento tuvo que ir sola a la parafarmacia.
Mi padre fue un político de ese casta asquerosa tantas veces denunciada por los Ceacescu de Galapagar. Llevó escolta durante casi veinte años. Un domingo por la mañana me mandó a por el pan. Yo debía tener unos 15 años, esa edad a la que Irene piensa que un chico puede tomar estrógenos sin exploraciones previas ni informes médicos. Como su escolta estaba a punto de llegar, le pregunté si no lo podía subir él, que estaba de camino y le pillaba de paso. Jamás olvidaré aquella mirada fulminante de mi padre, y el silencio estruendoso en el salón. Yo preferí callar, pasar por un idiota adolescente y no despejar ninguna duda.