Yo no se si a ustedes les pasa; a mi, por lo menos, sí. Supongo que existe un factor vital, la edad, que aumenta y acelera el deseo de tener un libro entre las manos y entregarse a él del mismo modo que el autor del texto se entrega a nosotros, con un amor incondicional y con cierta pasión generalmente controlada hasta cierto punto.
En cuanto a la referencia a la longevidad vital, va en relación, también, a la mayor o menor soledad que disfruta o sufre -eso depende de cada uno- el paciente lector. En mi caso concreto (y disculpen la egocéntrica referencia), al pasar ya de los setenta abriles y vivir como un anacoreta, el hecho de leer se transforma en uno de los vicios placenteros que uno se puede, todavía, permitir. Y, la verdad, me resulta un auténtico lujo; más que un lujo, un “lujazo”.
Leer -en una gran cantidad de ocasiones- me produce el sarpullido de diversas emociones que traspasan mi arrugada epidermis y salen disparadas hacia el entorno más íntimo y personal, revoloteando, entonces, como coloreadas mariposas que, airosamente, circulan a mi alrededor. Eso, este fenómeno, acontece, claro, cuando el texto del ejemplar escogido, fomenta un mínimo interés al lector; es el comienzo del placer. En el caso contrario -que sucede más veces de las deseadas-, es decir, cuando leídas una treintena de páginas el lector mantiene su duda sobre el atractivo de la narración (ya sea en formato ensayo o novela), lo mejor y, por otro lado aconsejable, es retirar el volumen de las manos, cerrar sus lomos y dejarlo caer, suavemente, hasta que alcance una cualquier superficie, tipo mesa o cama o sofá. Esforzarse en el intento de romper amarras y conseguir adquirir un nivel de reciprocidad entre la lectura y la mente del lector es completamente inútil. Si no hay amor (principalmente flechazo o a primera vista), luchar por obtener alguna caricia por parte del libro, es de las cosas más estériles que se pueden realizar en la vida. O el texto interesa o a la hoguera, directamente y sin remilgos de ninguna clase.
Ahora bien, si desde el principio se produce aquel acto de comunión entre lo descrito y lo comprendido, el placer puede llegar a ser impúdico, excesivo, casi sobrenatural. En realidad, sucede un poco como con los “polvos” (los erótico-sexuales) -si ustedes me permiten la estrambótica comparación- en los que, si no existe, de buen principio, una perfecta coordinación entre los contrayentes (en nuestro caso, el autor y el lector) la resolución positiva del acto se va al carajo, con naturalidad pero, también, con una profunda decepción.
Una vez conseguida la citada estrecha comunión entre el escritor y el “leedor”, entonces, sin ningún género de dudas, se presenta una situación de éxtasis difícil de definir. El colosal gozo y la enorme fruición de la lectura proporciona un deleite, que se transforma inmediatamente en un altísimo grado de satisfacción que es capaz de colmar las más altas aspiraciones intelectuales a que se puede someter cualquier persona mínimamente sensible.
Así pues, visto lo visto, recomiendo fervorosamente, la dedicación absoluta al acto de leer y disfrutar -sea el que sea el tema propuesto- como un cerdo con las pieles de calabaza.
En algunas ocasiones, el placer se satisface también escribiendo. El proceso es al revés pero el resultado suele ser muy parecido.
Así que, si les alcanza, escriban y lean todo lo que la vista les permita. Me agradecerán el sencillo consejo.
Que ustedes lo pasen bien.