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La bufanda en los ojos

Por José Manuel Barquero
domingo 06 de septiembre de 2020, 04:00h

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Comencemos por reconocerlo: cada día cuesta más leer un periódico, escuchar la radio o ver un informativo de televisión. El consumo de ficción, sin duda la audiovisual y probablemente también la literaria, está creciendo de manera exponencial. No es difícil imaginar el motivo: hoy más que nunca, la gente huye despavorida de la realidad. Por un lado, contagios, hospitalizaciones y muertos. Por otro, crisis, paro y pobreza. He aquí las trilogías de la nueva normalidad que acaparan el espacio de los medios de comunicación. Como para no salir corriendo.

Lo peor es la incertidumbre, el no saber qué va a pasar, cuándo cesará esta locura y tal. Este pensamiento es casi unánime. Por eso, entre tanta duda, sorprenden las opiniones categóricas, redondas, aplastantes por su propio peso en este tiempo líquido que tiende a gaseoso. Hasta hace bien poco no podíamos proyectar nada a un mes vista. Hoy es difícil asegurar un viaje para la semana que viene.

Hablo de opiniones, no de datos. Pese a que las estadísticas oficiales también son de plastilina, es difícil rebatir ya que las cifras de la pandemia en España son las peores de Europa. Lo mires por donde lo mires, desde el punto de vista sanitario y económico nuestro país está hecho unos zorros. Hasta los cerdos nos han abandonado, porque el resto de PIGS (Portugal, Italia y Grecia) presentan una situación bastante menos preocupante que la nuestra. Y eso que a sus habitantes también les gusta besarse, juntarse con la familia y salir de noche. ¿Qué ha pasado este verano en España?

En España sufrimos el confinamiento más duro de toda Europa. Los ciudadanos soportamos estoicamente un encierro salvaje, hasta el punto que los políticos de todos los partidos nos felicitaron. Nos dijeron que una sociedad modélica y disciplinada había derrotado al virus. Entonces nos abrieron las puertas, y los mismos individuos que habíamos demostrado una responsabilidad ejemplar nos volvimos de repente locos. En unas semanas nos transformamos, y resucitamos al bicho. A mi este relato del gobierno me resulta más insoportable que la mascarilla.

El problema de tratar a continuamente a los adultos como a niños es que los primeros terminan por parecerse a los segundos. Por pereza, por comodidad, pero sobre todo porque las consecuencias de sus actos son distintas. A los niños se les acaba perdonando todo. Te pasas dos meses escondiendo ataúdes y animando a cantar en los balcones, y a la que puede el “niño adulto” organiza un sarao familiar con cien invitados, o se va de copas como si no existiera un mañana.

No ha sucedido así en otros países culturalmente similares al nuestro. En este punto la comparación no solo es posible, sino obligatoria. Uno repasa las medidas adoptadas en Italia por su gobierno y comprueba que las casualidades no existen, que las cosas no pasan porque sí. Se certifica que, al margen de la actitud de los pasajeros, no da igual quién pilote un avión cuando fallan los motores.

Cuando conseguimos apearnos de los 900 muertos diarios, solo dos medidas a adoptar por las autoridades no admitían discusión: los test masivos y el seguimiento de los contagiados. Ambas han resultado un fracaso este verano. La tardanza en la contratación de rastreadores no admite excusas. Tampoco se ha reforzado la atención primaria, porque todo ha seguido centrándose en los hospitales. Siguen faltando EPI’s, y nuestros sanitarios se contagian en porcentajes superiores a los del resto de países. ¿de verdad nadie debe responder por esto?

Tras el uso abusivo del estado de alarma para cuestiones que sobrepasaban con creces la crisis sanitaria, Sánchez se dio cuenta que hacer de Napoléon no le servía para despegar en las encuestas. Así que soltó el lastre sobre los gobiernos autonómicos y se fue de vacaciones. La cosa empeoró en casi todas partes, demostrando que las soluciones tienen que ver con la gestión eficaz, y no con el color político. Galicia y Canarias son ejemplos de sensatez, una gobernada por populares y la otra por socialistas.

Por eso me llama la atención la defensa acérrima del gobierno de Sánchez a costa de negar una realidad incontestable. Se puede ser de izquierdas hasta la muerte, y por supuesto no votar al PP en tu vida. Lo que no se puede es pretender guiar a la opinión pública haciéndote el ciego. Dicho de otra manera, es lícito llevar la bufanda ideológica que uno considere, lo que no se puede es atártela a la altura de los ojos cuando se opina desde una tribuna pública. Ahora que no sabemos lo que va a pasar por la tarde, alguno tienen clarísimo lo que sucedería mañana si otros estuvieran en el gobierno.

Boris Jonshon arrasó en las elecciones del Reino Unido hace solo cinco meses. Una pésima gestión de la pandemia, al menos tan caótica como la de Sánchez, le ha hecho perder 25 puntos en intención de voto, y su partido ya se encuentra igualado con los laboristas. ¿Millones de británicos liberales o conservadores se han convertido a la fe verdadera del socialismo en unas semanas? Obviamente no, pero la salud democrática de un país también se mide por la capacidad del electorado de castigar a un inútil, o a un mentiroso, con independencia de lo que venga después. Ya echarán también al siguiente, si se lo merece.
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