El gobierno español ha decretado, a consecuencia de la epidemia causada por el Covid-19, el estado de alerta, lo que le faculta, durante quince días prorrogables, a asumir competencias y tomar decisiones extraordinarias y, en concreto, ha centralizado el control sobre todas las fuerzas policiales, incluyendo las autonómicas y municipales, sobre todos los sistemas sanitarios autonómicos, y sobre todo el transporte de personas y bienes en todo el territorio español.
La decisión fue comunicada por el presidente Sánchez con una apelación al cierre de filas alrededor del gobierno central, revestida de un cierto tufillo de patrioterismo y con un tono y un vocabulario que enviaban un mensaje claro de subordinación obligada de los gobiernos autonómicos. No puede olvidarse que utilizó las palabras “se han de colocar detrás del gobierno de España”, cuando podría haber utilizado “hemos de ir codo con codo, juntos en esta crisis”, con lo que dejó claro que no pretendía consensuar con ellos, sino exigir su aquiescencia (o sumisión). En ese mismo sentido cabe entender el hecho de que la videoconferencia con los presidentes autonómicos se retrasó repetidas veces a lo largo de la tarde del viernes pasado, hasta que finalmente se pospuso para el día siguiente sábado.
Las medidas tomadas han sido, con toda probabilidad, insuficientes, como lo vienen siendo desde el principio de esta crisis del Covid-19 y como demuestra el hecho de que, solo dos días después, ayer lunes, los ministros delegados ya reconocían que quince días serían insuficientes, y que ya se decretó una nueva medida tan trascendente como el cierre de fronteras terrestres.
En la conferencia con los presidentes autonómicos, el único que se negó a firmar el documento fue el president Torra, de la Generalitat de Catalunya, lo que le valió las inmediatas críticas feroces de parte del ejecutivo español, las fuerzas políticas de ámbito español y la mayor parte de los medios de comunicación, acompañadas de insultos velados y amenazas bastante explícitas, como si discrepar fuera un pecado y disentir de las medidas del gobierno un delito de lesa humanidad. Y ¿por qué?, dado que el president Torra no pide medidas más laxas sino más estrictas, pide el confinamiento total de Catalunya, como se hizo en Italia con la Lombardía y el Véneto y en China con la provincia de Hubei, medidas que se han demostrado eficaces en la contención de la epidemia, es llamativo que se le critique con saña.
La posición catalana contrasta con la decisión de no confinar Madrid, que es el gran epicentro de la epidemia en España. Algún ministro, como la de Defensa, Margarita Robles, intentando explicar el hecho, solo ha acertado a decir que cada uno tiene sus propios asesores científicos, menospreciando, por tanto, a los expertos italianos y catalanes (y chinos). Y, sin embargo, es un hecho que no cerrar la capital de España ha provocado una diseminación de la epidemia a otras zonas de España, como Murcia y la Comunidad Valenciana, donde se ha registrado un notable aumento de casos desde la llegada de residentes suyos a las zonas costeras turísticas y de segunda residencia.
No sabemos por qué no quieren confinar Madrid; quizás sea para que no se acabe viendo que el resto de España podemos funcionar perfectamente sin su omnipresencia. Tampoco sabemos por qué no quieren confinar Catalunya; quizás sea porque si se hiciera y funcionara bien podría dejar en evidencia el no haberlo hecho en Madrid.
En cualquier caso, resultan llamativas las contradicciones en las que incurre constantemente el gobierno español. Hablan de que lo importante son los ciudadanos, y no la estructura territorial española, y que no pueden establecerse fronteras, para justificar no confinar Madrid ni Catalunya, pero sí han cerrado las fronteras terrestres; es decir, no hay que cerrar territorios dentro de España, pero sí cerramos el territorio español al resto de la UE. Y cierran las fronteras terrestres, pero no las aéreas ni marítimas, lo que parece absurdo. Y reducen el número de unidades de metro circulantes, pero recomiendan a los que tengan que acudir al trabajo que lo hagan en el transporte público. Resultado, en Madrid y Barcelona el lunes, a primera hora, los vagones del metro iban llenos como latas de sardinas, con lo que lo de la distancia interpersonal de seguridad de un metro y medio resulta un sarcasmo.
Además, hasta ahora, todas las actuaciones del gobierno español en este tema han sido tardías e insuficientes. Ni supieron calcular la magnitud del problema cuando empezó su expansión en Asia, ni supieron adoptar medidas para contener su llegada, ni supieron darse cuenta de que ya había llegado cuando ya estaba aquí, ni han sabido ser contundentes para aminorar su diseminación, especialmente en Madrid, ni están siendo capaces de garantizar suministros suficientes de material de protección para el personal sanitario, ni de diagnóstico de la infección.
Y ahora decretan el estado de alerta que les faculta a requisar los equipamientos de la sanidad privada y también instalaciones hoteleras o residenciales para destinarlos a hospitales improvisados, en previsión de la auténtica explosión del número de casos que saben que es casi inevitable que se produzca en las próximas semanas.
Pero tener un chivo expiatorio, un muñeco de pim pam pum al que dirigir todos los golpes, siempre va bien, sobre todo para desviar la atención y no tener que dar explicaciones de las deficiencias de las propias decisiones.