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Pinceladas madrileñas

Por Jaume Santacana
miércoles 10 de abril de 2019, 04:00h

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Vuelvo a Madrid. Una vez más (una vez menos). La capital del Reino de España tiene un peso específico de una importancia indiscutible. Mientras la política hierve constantemente -sin casi rebajar su temperatura ni una décima de segundo, ni tan siquiera de noche cerrada, cuando los gatos (así se hacen llamar los madrileños puros, los de casta y pedigrí, que son pocos y mal contados) son pardos- la burocracia funcionarial que mueve el tremendo e inamovible aparato del estado, brega infatigablemente para que el ritmo no decaiga y España, la unida indisolublemente y la fraccionada con voluntad de futuro, no se descuelgue de una Comunidad Europea cada vez más desorientada, con más agujeros derechones y con menos capacidad de ser obedecida.

Indiferente a todas estas banalidades de la maquinaria estatal, el cielo de Madrid sigue siendo el cielo de Madrid. Velázquez. Se trata de un firmamento típicamente mesetario, con reflejos pintados en las cercanías del sol; reflejos subidos a una silla, la propia meseta. Madrid es seco tanto como su alter ego con lujo marino, Barcelona, es horripilantemente húmeda; escandalosamente empapada. El cielo de los madriles es de una limpieza que tumba. Incluso en situaciones de nubosidad abundante, el resplandor que desprende la bóveda celeste es de una brillantez sin adjetivos posibles.

En Madrid las cosas, los elementos, los cuerpos, los objetos se cuecen a fuego lento. No hay ninguna necesidad de usar la prisa. El galope se economiza para algunas urgencias, premuras o celeridades; momentos, en fin, que presuponen alguna acción descontrolada, poco sazonada, producto, a veces, de alguna insensatez política, por inmadurez o, simplemente, por mala leche; que la hay, sin duda.

Los viejos cafés y restaurantes que perviven en el Foro mantienen a sus camareros de toda la vida. Son profesionales de la restauración que fueron los auténticos protagonistas de “La Colmena” del gran Cela. Su vestuario -ajado, romántico, pero con una dignidad de percha y presencia moral que tumba- permite reestablecer, convenientemente, aquello de las distintas clases que unos bolcheviques de pacotilla (ahora vilipendiados hasta en Siberia) quisieron enfrentar a base de una lucha inútil y desperdiciada a conciencia. La luz, la iluminación de algunos de los ilustres locales que han dado lustre y notoriedad social y cultural a la Villa y Corte es casi cinematográfica. El resplandor del Café Gijón (aún con las cenizas de los cigarrillos de Buero Vallejo o Valle Inclán por el suelo) se corta con tijeras de oro. La luminosidad y el fulgor de establecimientos culinarios que arrastran ya algunos siglos -tales como “La Bola” (los más deseables y conseguidos cocidos del Universo) o, sin ir más lejos en el tiempo ni en el espacio, el infalible “Sobrinos de “Botín” en el Arco de Cuchilleros (cochinillo infanticida, sí, pero sabroso hasta las trancas), la diafanidad de dichos aposentamientos gastronómicos es irrefutable. De hecho, los techos de los citados locales vienen a ser el cielo de Madrid en la cazuela; o, lo que es más concreto y resultón, el cielo de Madrid en el plato.

Por el resto, el centro de Madrid (Gran Vía y tal y cual) está de un guarro que quita el hipo. Las calles son, cada vez más, mugrientas y un punto repugnantes y la población que circula por sus aceras responde a un nivel que, aunque sí lo quisieran en Mozambique, deja mucho que desear en la Europa occidental; bueno, en la del sur.

Y por la noche, follón; un follón de Dios y su Madre. Es la ciudad sin autoridad; es la metrópoli (cada vez más sudamericanizada) de la borrachera nocturna, gritona y fastidiosa.

¡Hala Madrid!
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