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Cifuentes, una banalidad

Por Jaume Santacana
miércoles 16 de mayo de 2018, 03:00h

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Tras el sugestivo espectáculo que nos ha brindado la ya expresidenta de la Comunidad de Madrid, doña Cristina Cifuentes Cuencas, una auténtica exhibición en dos actos (falsedad documental y hurto televisado) más un epílogo algo escurridizo -por la puerta de atrás y con cierta celeridad-, creo que ha llegado el momento de sincerarme con ustedes y confesarles una intimidad personal que, en un principio, no pensaba desvelar pero que las actuales circunstancias me obligan a llevarlo a cabo. Partiendo de la base de que, a mí, todo este festival Cifuentes me parece una descomunal chapuza, quiero reivindicar lo que representa montar un fraude, un embuste colectivo, realizado con la precisión de los asaltantes al tren de Glasgow con un resultado brillante y sin ser descubierto.

Desde muy jovencito, me di cuenta de mi genuina vocación: ingeniero de caminos y puentes. A los diez años, mis progenitores ya quedaron prendados de su primogénito, un servidor, cuando observaron el pesebre, el belén, que había realizado sin ayuda de nadie durante aquellos años más fríos y grises, meteorológica y políticamente hablando. Era todo un lujo recrearse en unos puentes y unos caminos que daba gozo ver. Mi decisión vocacional fue total.

Mi determinación, sin embargo, nacía con un pequeño problema: mi vagancia natural. Una vez terminado el bachillerato (con astucia más que con estudio y esfuerzo), puse rumbo a conseguir un título universitario que no me reportara el apartarme de la vida contemplativa y, mucho menos, del disfrute de mi libertad innegociable. Así, con esta premisa, me puse en contacto con un antiguo compañero de colegio, auténtico experto en burlar las legalidades más evidentes, un chaval con una genial capacidad para cualquier tipo de falsificaciones; lo suyo también era vocacional. De este modo, y con un objetivo cristalino, le encargué (a cambio de discos de Los Brincos) la confección de un título “oficial” de licenciado en ingeniería de caminos y puentes, con la consiguiente firma del Jefe del Estado, sus sellos característicos y, cómo no, de una preciosa orla con las fotos de mis “compañeros ficticios” y su parafernalia gráfica legal. El trabajo que mi “asalariado” realizó fue de una finura asombrosa, con una fidelidad artística y legal de primer orden y digna de ser exhibida en un posible museo de reproducción y adulteración de documentos oficiales. Ya tenía mi título.

Debo explicar que -en el transcurso de los años que dura el estudio de esta carrera, cuatro- yo tuve que disimular frente a la sociedad que me rodeaba, padres, familia y amigos incluidos. Solía ir, todas las mañanas, al cine Bonanova a ver las sesiones matinales, un par de filmes de serie C y, de paso, gamberrear un poco hacía el signo de cuernos delante del proyector de cine para que se reflejara la sombra en la gigantesca pantalla y (esto era un clásico) lanzaba judías al patio de butacas desde el anfiteatro mientras simulaba, mediante arcadas sonoras, un vómito de urgencia.

Finalizados mis “estudios”, me presenté en sociedad con mi flamante título universitario. Pasadas las primeras felicitaciones y sus consiguientes celebraciones, acudí a varias empresas que trabajaban en mi campo, es decir, construían puentes y diseñaban caminos, generalmente para empresas públicas o administraciones varias. Me admitieron, inmediatamente, en una de ellas. Nunca nadie me requirió que les mostrara mi titulación ni nada de nada. Me apañé como mejor supe (tengo una gran imaginación y unas importantes dotes de fingimiento general así como un don de gentes impecable) y salí del fraude con gran elegancia y brillantez sin que ningún jefe o trabajador de la empresa notara nada raro en mi conducta, ni en lo que se refiere al trato humano ni, mucho menos, profesional. Cierto que, en algunas ocasiones, planifiqué algún camino erróneamente, por ejemplo, un camino que iba de un pueblo a una ermita y que nunca llevó a ella sino a una casa clandestina de lenocidio rural; y, de igual manera, proyecté un puente sin tener en cuenta que no pasaba por debajo río alguno, ni valle que se considerara como tal, ni precipicio digno de su nombre. Pero vamos, en todos los casos, el silencio empresarial, interesado, ocultó mis yerros y la cosa quedó en agua de borrajas.

Y ya ven ustedes: ahora mismo, después de cuarenta largos años de “profesionalidad”, he conseguido una jubilación generosa (cobré siempre un pastón... y mi empresa me legó gentilmente un paquete de acciones y un plan de pensión de mucho cuidado).

Se lo tenía que contar a alguien y ustedes me han brindado la oportunidad de hacerlo en el momento preciso. No me denuncien ya que soy prescrito y, además, a estas alturas, nadie puede probar nada ni nadie, tampoco, se lo creería.

Total, que cuando las cosas se hacen bien -no como la Cifuentes- los resultados pueden llegar a ser sorprendentemente positivos.

¡He sido muy feliz!

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