Advertencia: el artículo de esta semana huele a naftalina. Los menores de cuarenta años es posible que no se enteren de un torrao.
Como cada semana, frente al ordenador, intento ordenar las noticias de índole político más recientes para ofrecerles alguna reflexión sobre ellas. Mas, habiendo conocido la muerte de José María Íñigo, los dimes y diretes de políticos, sindicalistas y entidades cívico-subvencionadas se me antojan gilipolladas cósmicas. Las noticies existen no porque sean hechos que se produzcan, sino porque hay alguien, los periodistas, que las contamos. Son como un evento cuántico, si nadie lo ve, no ha existido.
No todos los periodistas tenemos los mismos ojos, ni contamos las cosas igual, ni nos mueven los mismos intereses. Lección de periodismo número 1: la objetividad debe ser un fin, pero no existe. Hace unos días un colega de profesión me preguntó cuáles eran mis referentes, en qué personas me había inspirado. Lo hizo con un poquitín de mala baba. No se lo tengo en cuenta. Y yo, como suelo hacer cuando no tengo ganas de discutir, me callé como una puta.
Uno de esos referentes es José María Íñigo. Dicen que la familia no se elige, que elegimos a los amigos. No es verdad, los amigos son solo las personas que estuvieron en un momento y lugar determinados, no los eliges del todo. Y con los referentes profesionales pasa lo mismo. Que ambos, amigos y referentes, sean en gran medida casuales, no les resta un ápice a su valor. Íñigo estuvo allí, en el momento y en lugar de mi infancia. Le recuerdo aún en blanco y negro, con su mostacho de pistolero malvado de spaguetti western y aquellos enormes corbatones estampados de los años 70. Medio país anduvo días doblando cucharas y parando relojes —o intentándolo— después de que el maravilloso embaucador de Uri Geller pasara por su programa de televisión. Recuerdo un día en el que se abrieron las puertas del plató y como por arte de magia apareció el actor Peter Marshall ataviado con pieles y portando un arco como en Orzowei. Lo que más impacto de los programas televisivos de Íñigo fue el reportaje y entrevista que le hizo a Rüdiger Nehberg, un experto en supervivencia capaz de atravesar el Amazonas en deportivas y bañador. El tipo pillaba a una serpiente y la estrujaba hasta que vomitaba una rana a medio digerir y ¡se la comía!
Íñigo era un genio de la entrevista, un formato que muchos intentan cultivar y lance del que no todos salen victoriosos. Podía entrevistar a un abuelete de pueblo o a la Faraona, a un aventurero, a un músico, a un político… Convertía la entrevista en charla, con amenidad y sabiendo rascar al invitado todo lo que se le pudiera rascar. Dominaba la empatía y el arte de la mayéutica, que dicho así suena muy culto y que es sencillamente el arte de preguntar, cosa nada sencilla, dicho sea de paso.
Íñigo es uno de esos periodistas y comunicadores de otro tiempo en el que, aún con la censura del franquismo, se ejercía la profesión con valentía y decisión, se innovaba y, lo más importante, se arriesgaba. Otro a los que echo de menos es a Miquel de la Quadra-Salcedo. Asistí a un momento único en el que los dos coincidieron en un programa. Mientas Íñigo preguntaba, Miguel iba comiendo insectos y larvas de un platillo. ¡Estratosférico! Del abigarrado de la Quadra-Salcedo podríamos hablar durante días. El adjetivo pionero se queda escuálido a su lado. Hace años me topé con un grupillo de periodistas jóvenes, recién licenciados, que se pavoneaban hinchados como la vejiga de un hooligan borracho después de meterse dos litros de laguer en el cuerpo. Andaban muy subiditos, eran de esos papagayos que por juntar unas letras y pegar cuatro planos creen que merecen un Pulitzer. Miden su profesionalidad por el tiempo que están en pantalla y matarían a su madre por un minuto en antena. Me pusieron de malafollá y más o menos les solté: «leed la biografía de Miquel de la Quadra-Salcedo, cuando hayáis hecho sólo un diez por ciento de lo que él hizo, sólo entonces, podréis ir de periodistas». No sé por qué no me callo, por cosas así luego me llueven pedradas. Lo siento, la falta de humildad me revuelve las tripas.
Otro que apareció en mi infancia y que, gracias a Dios, a los dioses o a quién sea, sigue con nosotros y en activo es el burgalés Luis Pancorbo, el padre de la mítica serie documental, tesoro de la antropología, Otros pueblos. De todos es, sin duda, aquel que más me ha marcado. Con los años también lo he leído —escribe de cojones el tipo—. Sí, Pancorbo es de los grandes. Los jóvenes tampoco lo conocen. Tampoco les suena Truman Capote, que pijerías diamantinas a un lado, nos legó uno de los mejores ensayos periodísticos en forma de novela del pasado siglo XX: A sangre fría, historia dura, fresco del medio oeste rural, texto imprescindible para todo aquel que aspire a llegar a ser cronista del mundo en el que vivimos, que de eso se trata el ser periodista.
¡Coño!, me olvidaba de José Luis Balbín y La clave. Larga vida tenga. Y qué de decir del psiquiatra e investigador de lo paranormal Fernando Jiménez del Oso… Algunas de sus historias me acojonaron de niño. Hace unos años tuve la oportunidad de entablar amistad con una persona que lo conoció bien y hablamos de él durante horas…
Como les he advertido, todo esto puede sonar viejo, rancio… Eso era periodismo de verdad. Lo de las charlas sobre Jiménez del Oso o lo del día que pude conocer en privado a uno de mis héroes, el historiador Luis de la Sierra, darían para mucho. Como lo darían tantos y tantos nombres que no puedo enumerar, esos referentes a los que admiro y quiero como si fueran de mi familia. Para mí son como estrellas del rock. Y si un periodista sin humildad me pone enfermo, uno sin referentes, sin respeto por los que abrieron el camino, me causa repulsa.
Yo también fui un joven imbécil. Pero esa es otra historia…