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Chispas de mis años mozos

Por Jaume Santacana
miércoles 14 de marzo de 2018, 02:00h

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De vez en cuando, algunos de los recuerdos de mi niñez que se amontonan en el fondo de mi equipaje íntimo, salen a la luz sin orden ni concierto y me sorprenden por su aguda remembranza. La cosa de la higiene -allá por los inicios de los años cincuenta- no adquiría ninguna importancia frente a otras prioridades más básicas. El agua no era, precisamente, un elemento imprescindible para el cuidado del cuerpo. Ni los adultos ni los niños sentíamos demasiado apego al roce acuoso con nuestra piel más curtida que en la actualidad. Un baño a la semana -los sábados- era la periodicidad mínima y máxima exigible. La gran alegría se producía cuando, con fiebre alta, muy alta (con valores de 37ºC o 38ºC la vida seguía su curso normal), el doctor nos visitaba y lo primero que prohibía era que nos tocase el agua, bajo ningún concepto. En el agro, los campesinos se lavaban los pies los sábados por la noche y si te he visto no me acuerdo.

Existe un aroma infantil que no me he podido sacar de encima ni con agua caliente: la vigorosa fragancia producida por la mezcla de un par de olores: el de las gomas de borrar y el de los lápices recién afilados. Esta atmósfera -junto con la rancia pestilencia del sudor emanado a través de los poros pueriles y candorosos de los alumnos- se convirtió en inolvidable; penetró en mi espíritu con tal profundidad que ya jamás me ha abandonado, aun estando en Australia.

El gélido malestar que se paseaba por el interior de las iglesias era incombatible. En el interior de las naves sagradas, un frío cortante, preciso y demostrable provocaba una enorme intensidad a la hora de recitar las oraciones de rigor. Las peticiones de los feligreses a la Divina Providencia priorizaban el conseguir algún grado más de calidez para su cuerpo en aquellas circunstancias tan desfavorables. El hecho de que el sacerdote oficiase la santa misa de espaldas a la concurrencia presagiaba un caso de vergüenza, ante el rigor invernal que imperaba en el templo; el cura no se atrevía a dar la cara o eso parece.

En el mismo terreno, las casas no estaban preparadas para las estaciones tradicionalmente glaciales. En la nuestra, por ejemplo (unos 90 metros cuadrados en la Rambla de Barcelona), una triste estufa, una, pretendía entregar algo de ardor a sus apesadumbrados y titiritantes pobladores. El citado artilugio estaba instalado entre el comedor y la salita de estar y se alimentaba de cáscaras de almendras. En su máxima potencia irradiaba cierto entusiasmo calorífico, sólo cierto, a unos treinta centímetros de su punto central. El resto de energía se extraviaba por el habitáculo como para rezarle a San Antonio, patrón de las cosas perdidas.

En las aulas no hacía frío debido al calor animal producido por la transpiración a través de las batas de los discípulos, con los consiguientes efluvios. Los elementos protagonistas del escenario: una tarima considerable para ensalzar la figura del maestro y darle un toque de autoridad; la mesa y su consiguiente silla para el docente; una gran pizarra de color verde con su largo estante para colocar las tizas y el borrador; y, finalmente, colgados en la pared los tres componentes santificados, titulares de las esencias políticas y religiosas: foto del Caudillo, el Generalísimo Franco (en pose aguerrida y mesiánica), retrato del capitoste del fascismo español, Don José Antonio Primo de Rivera y en medio de los dos mandamases, la cruz con el Cristo de rigor. Podio al completo.

El aire que se respiraba en aquella época era triste, grisáceo, mohíno y medio lloroso. Eso, junto con las restricciones constantes de luz y la cartilla de racionamiento de comida, dibujaba un panorama de purgatorio.

En algunas cosas, parece que hemos avanzado. ¿O sí?

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