Una de las bases fundacionales de la UE, que sucedió a la CEE con la pretensión de ser algo más que una mera área de cooperación económica, es que todos sus miembros deben respetar los derechos fundamentales de sus ciudadanos, lo que incluye, entre otros, el derecho de participación política, el de manifestación, la libertad de expresión y la inviolabilidad de los cargos electos democráticamente y de los parlamentos en el desempeño de su actividad. También el respeto a los derechos humanos y el derecho de asilo, así como la transparencia de la gestión pública, la lucha contra la corrupción y el abuso de poder y contra el ejercicio desproporcionado de la fuerza contra sus propios ciudadanos.
Hace ya algunos años que, por desgracias, la UE se ha ido alejando progresivamente de estos principios, sobre todo desde la ampliación masiva hacia los países del Este, en la que por motivos que nunca se han explicado suficientemente, se integró con excesiva celeridad a un conjunto de estados, muchos de los cuales distaban mucho de cumplir los estándares mínimos de la Unión en materia de respeto a los derechos fundamentales de sus ciudadadanos, así como en transparencia de la gestión y lucha contra la corrupción.
Baste recordar, a título de ejemplo, la negación a los habitantes de origen ruso de Estonia y Letonia de sus plenos derechos de ciudadanía, incluyendo el derecho a voto. O lo mal disimulada discriminación de Eslovaquia y Rumanía hacia sus minorías húngaras, o la corrupción galopante en Bulgaria.
Y con la crisis económica de los 2000 la situación aun empeoró.Todo debía sacrificarse a la sacrosanta austeridad y control del déficit, ya que la prioridad debía ser el pago de la deuda y, a ello, se tenía que subordinar toda la acción política y de gobierno de los estados miembros, especialmente de los rescatados. Así nuestros dos partidos mayoritarios, supuestos campeones de la defensa de la soberanía nacional, acometieron, por imposición, es decir, renunciando a la susodicha soberanía, una ignominiosa reforma de nuestra totémica constitución, en la que introdujeron un límite máximo de déficit público al que todo debía sacrificarse, ya fuere sanidad, educación, atención a la dependencia y a la tercera edad, investigación, infraestructuras, pensiones, política de vivienda y lo que fuere, todo menos rescatar a bancos y entidades financieras y compensar a empresas privadas de las pérdidas provocadas por aventuras excesivamente arriesgadas, como el caso Castor o las autopistas radiales de Madrid.
El fracaso rotundo de la tibia política de asilo promovida por la Comisión con motivo de la avalancha de refugiados de los últimos años, con la negativa radical de Polonia, Eslovaquia, Hungría, Chequia y Rumanía y el incumplimiento de la práctica totalidad de países de acoger la cuota que les correspondía, no es sino un ejemplo más que pone de manifiesto que la UE ha vuelto en la práctica a ser poco más que un conjunto de estados con libertad de circulación de bienes y mercancías y, con reparos, de ciudadanos. Lejos quedan los sueños de integración de los padres fundadores y de los grandes europeístas de los años 70 y los 80 del siglo pasado. Hemos vuelto a la Comunidad Económica, ya solo preocupa de nuevo, quizás siempre ha sido así, el dinero.
No es extraño si tenemos en cuenta la mediocridad y venalidad de los actuales ¿líderes?. Qué podemos esperar de una Comisión Europea que, aparte del hecho de no tener ningún poder real, que los estados reservan para sí, tiene por presidente a un individuo como el señor Junkcer, que siendo primer ministro de Luxemburgo diseñó una ingeniería financiera para que grandes empresas no pagaran impuestos en los países en los que operaban sino en el pequeño Gran Ducado, perjudicando gravemente al resto de sus socios, que se veían privados de ingresos fiscales que en justicia les pertenecían. Y qué podemos esperar de los gobiernos de esos estados perjudicados que le han premiado con la presidencia de la comisión. Todo un absoluto despropósito.
Solo hace falta fijarse y escuchar atentamente las declaraciones de algunos de los más importantes cargos actuales de la UE: el presidente de la Comisión, el ya mencionado Jean-Claude Juncker, del presidente del Consejo Europeo Donald Tusk, del presidente del Parlamento Europeo Antonio Tajani, o el portavoz de la Comisión Margaritis Schinas, para darse cuenta de que tienen un discurso vacío, hueco, huero, un cinismo y una caradura sin límites.
Los catalanes deben abandonar toda esperanza de recibir de esta cuadrilla ni un gramo, no de ayuda, sino de compromiso con los principios de la UE, ante los desmanes del estado español. Están institucionalmente solos y únicamente su resistencia, su resiliencia individual y, sobre todo, colectiva les llevará a la consecución de sus objetivos.