Que el turismo es un gran invento, como rezaba la españolada de Paco Martínez Soria, que dirigió Pedro Lazaga en 1968, ya lo sabíamos. Y de un tiempo a esta parte, los mallorquines sabemos también que ese invento puede provocar molestias a los aborígenes, especialmente las derivadas de la desestacionalización, curioso fenómeno, porque nos hemos pasado cuatro décadas anhelándola y abominando de los tristes inviernos en los que nos quedábamos sin apenas visitantes, y, ahora que ha llegado en todo su esplendor, renegamos de ella porque no hay un solo centímetro cuadrado de la isla en la que no haya un guiri los 365 días del año. Obviamente, hay que elegir, como hacía Stalin, pero no entre cañones y mantequilla, sino entre el binomio riqueza-empleo y el de tranquilidad-desempleo. Se acabó aquello de pasear por la Serra sin cruzarse más que de forma esporádica con algún que otro excursionista, lo de circular por carreteras secundarias sin ciclistas o coches de alquiler, o lo de ir a nadar a una recóndita cala en la que estábamos solos.
Pero estos daños colaterales son inherentes al bienestar social de los isleños, y por eso solemos tolerarlos -de mejor o peor humor-, sabedores de que, al fin y al cabo, vivimos de este inmenso zoco.
Ahora bien, la masificación –aderezada de globalización- provoca otros daños colaterales que ya no son solo achacables al hecho en sí de la llegada de turistas, sino que hay un componente esencial más: la estupidez humana.
Estos días se ha publicado la preocupación de los ambientalistas locales por la descerebrada práctica que se está extendiendo consistente en erigir innumerables montículos con las piedras de nuestras calas y montes. A quién diantre se le ocurrió semejante idea es algo que se me escapa, pero se conoce que la tontería es contagiosa y ya tenemos a miles de capullos que no tienen otra cosa que hacer que construir pirámides con cuanto guijarro hallan a su alcance, de manera que uno ya no sabe si está paseando por la Cala de Estellencs o por una montaña escocesa o del Tíbet, lugares donde esta gilipollez supina alcanza la categoría de rito, para desesperación de cangrejos, caracoles, lagartijas y de quienes pretendemos que nuestros visitantes dejen las cosas como las han encontrado. Porque, si les apetece amontonar piedras en Mallorca, tienen la opción de hacer un cursillo de construcción de paret seca, que al menos les va a servir para algo o, en otro caso, les sugiero que se vayan a los Highlands a amontonar pedruscos donde a los súbditos de su graciosa majestad les salga de salva sea la parte.
No me entiendan mal, éste no es un manifiesto xenófobo, por desgracia la estupidez abunda también aquí. Recordarán, sin ir más lejos, cómo hace unos años cundió en Palma la tontería ésta de amarrar candados a todo cuanta barandilla, verja o balaustrada lo permitía, comportamiento que llegó a poner en peligro la seguridad de algún puente en otros lares y que obligaba a la brigada municipal a pasearse cizalla en mano.
En ese caso, semejante mamarrachada, supuestamente romántica, provenía de un libro absolutamente prescindible –cuyo título y autor les ahorraré a beneficio de su salud mental- y, sobre todo, de su secuela cinematográfica. El resto, lo hizo la globalización. Las majaderías viajan hoy por la red a 300.000 kilómetros por segundo. Si esto, al menos, hubiera servido para que un batallón de cenutrios leyera, sería un consuelo, pero me temo que debió ser el dueño de alguna ferretería el que extendió la genial idea entre su clientela.