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Santo patrón pasado por agua

viernes 20 de enero de 2017, 02:00h

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Cuentan los cronistas locales que la devoción popular convirtió a San Sebastián en patrón de Palma en 1541 gracias a su gloriosa intercesión para proteger a los ciutadans de la epidemia de peste de 1523. La atribución de este milagro al mártir narbonés que formaba parte de la guardia de Diocleciano se fundamentó en la coincidencia de la peste con la arribada a Mallorca de una reliquia del santo procedente de la isla de Rodas. Concretamente, lo que protegió a los palmesanos fue un pedazo de hueso –no sabemos si del húmero, del cúbito o del radio- de un brazo del bueno de Sebastián.

Durante siglos, la fiesta de Palma fue eso, una muestra de la devoción popular asumida por los poderes civiles y eclesiásticos, que se celebraba en recinto religioso y también, según parece, con hogueras en la calle representando la purificación y la protección frente a un mal tan temido entonces como la peste.

La muerte de Franco y las ansias del personal por salir a festejar a la calle cualquier cosa propició que durante los primeros años del mandato del alcalde Ramón Aguiló, se recuperasen muy modestamente los foguerons y, en clara imitación de la Part forana, se instaurase la costumbre de asar viandas porcinas al amor de los rescoldos. Al principio, no era nada comparable con la posterior evolución lúdico-musical de la celebración; se trataba únicamente de cuatro grupitos de estudiantes universitarios que, en la Plaza Mayor, comerciaban con embutidos para costearse el viaje de estudios, acompañados de algún que otro músico, especialmente los inevitables xeremiers, con el fin de mover el esqueleto y contribuir a combatir el frío pelón.

Porque esa es la cuestión. En Mallorca, tras las espectaculares calmas de finales de diciembre y comienzos de enero, siempre –y subrayen la palabra ‘siempre’ con un fosforito- los días que median entre el 15 de enero y la primera semana de febrero hace un frío húmedo que no lo pasan ni los perros callejeros en Yakutsk (Siberia Oriental, -65º de media), ya que, además de la rasca polar que acompaña a las corrientes árticas propias de estas épocas –a las que, por cierto, mala puñalá les den-, aquí llueve. SIEMPRE llueve (subrayen otra vez, por favor).

De modo que si fuésemos británicos, las apuestas de los mallorquines para tan señalada fecha no versarían sobre si va a hacer buen o mal tiempo, sino sobre si la lluvia nos dejará algún instante para asar un botifarró o si los músicos van a disponer de una tregua en la que, sin riesgo de electrocución, entretener a los sufridos palmesanos, cuyo patrón, además de ser mártir, pretende que lo sean todos ellos.

Celebrar Sant Sebastià con conciertos y actos a la intemperie es, pues, una soberana e inveterada estupidez de la que las autoridades no saben cómo librarnos, aunque bien mirado parece de lo más fácil. No se trata de dejar de venerar a nuestro Santo como protector de la ciudad (en las iglesias no acostumbra a llover), se trata tan solo de algo tan elemental como coger el registro histórico de pluviometría de nuestra capital y pasar la fiesta grande de Ciutat a cualquier otra fecha que nos permita asar lo que nos venga en gana y escuchar la música que más rabia nos dé sin la certeza actual de que nos vamos a calar hasta los huesos. Incluido, por cierto, el pedacito del brazo de Sebastián.

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