El Parlament restituyó ayer la condición de lengua oficial al catalán en la función pública, que José Ramón Bauzá había rebajado a la condición de simple mérito, como el inglés o el alemán.
La anormalidad que supone esta enorme dosis de autoodio que nos insuflamos los isleños con demasiada frecuencia culminó la pasada legislatura, bajo el mandato del peor presidente de nuestra historia autonómica, en esta decisión, que vaciaba de sentido el proceso de recuperación y normalización de nuestra lengua emprendido treinta años atrás de forma unánime por todas las fuerzas parlamentarias.
Que todavía haya sectores de nuestra sociedad que consideren una agresión el mero hecho de tener que aprender, además de la lengua oficial de todo el Estado, la lengua histórica propia del territorio en el que viven, trabajan, se divierten e incluso puede que hasta hayan nacido, nos convierte en preciado objeto de estudio por los departamentos de sociolingüística de cualquier universidad. Estos aborígenes están completamente locos. También es cierto que habría que suavizar el ‘aterrizaje’ de aquellos recién llegados que provienen de otras comunidades españolas o de países hispanohablantes, evitando que el esfuerzo de aprendizaje se transforme en una antipática imposición. Hay que trabajar para que todos consideren un valor necesario y enriquecedor el hablar catalán, para su vida diaria, negocios, ocio, etcétera.
Los mallorquines –y los demás isleños, claro- estamos indudablemente orgullosos de serlo, y nos ufanamos de ello pese a las enormes contradicciones y a la diglosia endémica que paseamos. En resumen, somos raros de cojones. Desde luego, tiene mérito.