Durante toda mi extensa vida he viajado enormemente. Unas veces por ocio y otras muchas por negocio. He penetrado en los cinco continentes y he pisado algunas de las metrópolis más codiciadas del planeta. En mi relato no me consta ni una pizca de petulancia ni, mucho menos, de chulería; no faltaría más. Simplemente, mi existencia me ha permitido observar ciudades, pueblos, paisajes y todo aquello susceptible de ser admirado o constatado por mis globos oculares. Sí, me puedo considerar un privilegiado. A lo largo de mis periplos por estos mundos de Dios, de Alá, de Buda y de tantos otros dioses, me he sentido un “viajero”; nunca un “turista”, incluso en desplazamientos por placer. Desde mediados de los años cincuenta hasta entrados los noventa, uno podía circular por el mundo con una sobrada tranquilidad (y un poco de dinero, claro). Eramos poca gente y el sosiego estaba garantizado. Sin ningún apretujón en los medios de transporte público (tampoco en aeropuertos ni estaciones de tren) y con la ausencia casi total de colas y bullicio en centros urbanos, monumentos y maravillas naturales, el viaje se transformaba en una pura delicia personal. A partir de cierto período de tiempo, el personal globalizado, la masa popular, se ha echado al monte – al avión, principalmente- y ha invadido, literalmente, el planeta. Desde el momento de esta explosión demográfica-festiva-turística, viajar es un desastre monumental, colosal, ineluctable. Miles de millones de personas (y, ahora, muchos chinos) se desplazan como hormigas por todos los rincones del planeta con el consiguiente sidral; y así, francamente, ya no da gusto cualquier traslado.
He pasado unos días en París, ciudad que aprecio y admiro desde mi más tierna infancia. Hacía algunos años que no me presentaba en la ciudad del Sena por los motivos arriba señalados: demasiada gente. Pero, amigos, ¡Oh, sorpresa!: mis cinco días en la capital francesa han sido una verdadera delicia; ni un guiri, exagerando…casi ni uno, pocos, muy pocos, escasos, contadísimos. Las dos o tres horas de espera para subir a la torre Eiffel han mutado en una espera del ascensorista hasta llenar el artilugio elevador; la catedral de Notre-Dame ocupada por cuatro devotos; el Petit Palais con un vigilante plagado de telarañas en sus brazos; el museo d’Orsai con un par de minutos de cola por la vigilancia sobre las mochilas; y así, todo, bares, terrazas y restaurantes incluidos. Los hoteles a total disposición del cliente. Un gustazo, señores.
Los motivos de esta sensacional realidad son tristes y las consecuencias para el comercio turístico, lamentables. Pero es lo que hay. Vibro en un respeto absoluto por las víctimas del terrorismo islámico y sus familias (el mismo sentimiento de condolencia que siento por los cientos de muertos diarios en los lugares más pobres y reconditos); y lamento profundamente las desgracias económicas producidas por la falta de turismo… pero, dicho esto, mi visita a París ha sido una maravilla. Pisar, tranquilamente, los adoquines redondeados de la Rue Saint Honoré; atravesar el río por cualquiera de los puentes que lo cruzan elegantemente; observar la meticulosa simetría del urbanismo parisino con serenidad y sin atropellos multitudinarios; hojear plácidamente las antiguas ediciones de Balzac, Verlaine o Montaigne en las rústicas paraditas de los muelles fluviales, un regalo. Todo, tal y como lo había disfrutado hace casi sesenta años.
Ver este París me ha entristecido por las causas pero no por los efectos. Unos días de ensueño y felicidad.