EMILIO ARTEAGA. Las nuevas posibilidades terapéuticas que vienen desarrollándose desde hace algunos años, farmacológicas, quirúrgicas, reparadoras, protésicas, regeneradoras y preventivas para enfermedades degenerativas, autoinmunes, genéticas, malformaciones, cáncer, mutilaciones , etc., muchas de las cuales ya están disponibles o lo estarán en los próximos años, como los que han tenido una gran repercusión mediática la semana pasada, con motivo de la presentación por varios equipos de hospitales de Barcelona, en el congreso de la Asociación Americana de Oncología Médica de algunos resultados de diversos ensayos clínicos con fármacos inmunoterapéuticos, especialmente esperanzadores en casos de melanoma metástico y cáncer de riñón, están provocando grandes expectativas y esperanzas, que podrían acabar en desilusión y frustración, porque quizás se estén pasando por alto, de modo inconsciente o porque no se quiere pensar en ello, determinadas incertidumbres y dudas que están planeando sobre su inclusión en la cartera de servicios de la sanidad pública, o sobre su real disponibilidad para todos los ciudadanos.
De hecho, la misma semana pasada, en medio de la oleada de optimismo, casi de euforia, generada por las comentadas noticias sobre la presentación de los ensayos clínicos, una de las componentes de uno de los equipos involucrados, ponía de manifiesto un aspecto mucho menos agradable de la cruda realidad. Refiriéndose a un medicamento cuyo uso terapéutico ya está autorizado, explicó que, debido al coste del tratamiento, hasta el momento no les habían permitido administrarlo en ningún paciente. Es cierto que se trata de un fármaco para el tratamiento del melanoma que es carísimo y que solo es efectivo en aproximadamente el 10 % de los pacientes; sin embargo, si se deniega sistemáticamente, ni siquiera ese 10 % podrá beneficiarse del mismo. Y ahí surge otro problema (económico). Parece lógico que, siendo el tratamiento tan caro, se administre solo a los pacientes que puedan beneficiarse de él, pero para ello hay que seleccionarlos mediante estudios que determinen la exacta naturaleza del tumor y del paciente, estudios que son también caros, aunque no tanto, ni de lejos, como el tratamiento.
Las nuevas posibilidades diagnósticas y terapéuticas están haciendo cada vez más evidente la necesidad de introducir un cambio, casi un giro copernicano, en la concepción de la asistencia sanitaria. La tendencia es hacia la denominada medicina personalizada, que debe partir del conocimiento previo de la constitución genética, fisiológica y metabólica de cada persona, condición sine qua non para poder modular los tratamientos más efectivos para cada paciente en concreto. Todo ello, determinación de los perfiles genómicos y metabolómicos de las personas, caracterización epigenética de los tumores y tratamientos farmacológicos específicos, así como quirúrgicos, reparadores, transplantes, prótesis, etc., supondrá una mejora radical de las posibilidades de curación y de vida más larga y con más calidad, pero con un coste muy elevado.
Nosotros, aquí en España, estamos acostumbrados a un sistema sanitario público de máxima excelencia y absolutamente igualitario, de modo que nadie debía temer no recibir la mejor asistencia sanitaria posible, con total independencia de su situación económica y, por ello, tenemos la tendencia mental a dar por descontado que nuestro sistema seguirá introduciendo los nuevos avances diagnósticos y terapéuticos en las mismas condiciones de excelencia y universalidad. Sin embargo, la realidad podría ser diferente. De hecho, en el último año ya hemos asistido a algunos cambios en el sistema, ya tenemos restricciones en el acceso a la asistencia sanitaria, hemos de pagar más por los medicamentos, incluidos los pensionistas y hace tiempo que venimos oyendo a políticos diversos y expertos, reales o supuestos, hablar de determinadas medidas que siempre acaban en lo mismo: en que los ciudadanos deberemos en futuro pagar por determinados servicios: copago por acudir al médico en el centro de salud, copago por el transporte no urgente en ambulancia, copago por acudir a urgencias, pagar por la comida en los hospitales, o por la ropa de cama, o por el papel higiénico. Al final, podríamos encontrarnos con un sistema sanitario que, quizás, aun siga siendo excelente, aunque lo más probable es que se deteriore, pero que ya no será igualitario.
La política que viene aplicando el actual gobierno español está provocando una gran profundización de las desigualdades sociales. Un ejemplo es la reforma de la justicia. La opinión muy generalizada de magistrados y letrados, muchos de ellos conservadores, es que la reforma del ministro Ruiz Gallardón, con la imposición de tasas, algunas desproporcionadamente elevadas, para acceder a los tribunales, ha supuesto ya la instauración de una justicia diferenciada en tres escalones. Uno para los que tienen posibilidades económicas, que no tienen problemas, otro para los pobres de solemnidad, que pueden acceder a la justicia gratuita y a defensores de oficio y otro para la empobrecida clase media, que no puede acceder a la justicia gratuita y, en muchos casos, tampoco puede pagar abogados, procuradores y, encima, las tasas. A estos últimos se les ha privado, de facto, de su derecho a la tutela judicial efectiva, lo que es gravísimo, sin embargo los ciudadanos parecemos anestesiados e incapaces de reaccionar.
Algo parecido podría pasar, a no mucho tardar, con nuestro servicio nacional de salud. En un reciente artículo publicado en el diario El País, Rosa Montero ha escrito esta frase que hago mía: “la desigualdad en la extrema necesidad de la salud siempre me pareció inconcebible y repugnante”.